Miguel Ángel García » Final de la historia 8
Miguel Ángel García
El final de la historia
 
El final de la historia
 
Capítulo 8
 
     Cinco días después, el hombre de los vaqueros, vestido más elegantemente para la ocasión con otros vaqueros más nuevos, se encaminaba con paso rápido hacia el edificio del Centro Europeo de Operaciones Espaciales, en Darmstadt, Alemania, dependiente de la Agencia Espacial Europea (ESA). Llegaba tarde a la convención, y, con las prisas, se rozó con uno de esos grandes cubos que jalonan la fachada del edificio, desequilibrándose. Al maniobrar para no ir a parar al suelo, no pudo evitar que se le cayeran el maletín y un montón de grandes rollos de papel, plagados de esquemas y fórmulas, que custodiaba bajo el brazo. Mientras se agachaba para recogerlo todo, oyó una voz femenina:
     —¡Vaya! ¡Qué tropezón más tonto!
     Miró hacia arriba, y se topó con la cálida mirada de su mejor amiga, que se reía abiertamente sin ningún pudor.
     Después, mientras se inclinaba para ayudarle a recoger sus cosas, se disculpó:
     —Perdona, pero si te hubieras visto... Has estado muy gracioso...
     Él la miró con ternura, sonriendo. Hace una semana no esperaba volverla a ver, y ahora, después de todo lo sucedido, la miraba con otros ojos. Su inteligencia era equiparable a su belleza, y en estos mismos instantes se estaba dando cuenta de que el trabajo no lo era todo. Se percató de golpe de que la admiración que siempre había sentido por su querida colega, era, en realidad, amor. De pronto se sintió como un adolescente enamorado.
     Obedeciendo a un impulso nada refrenado, acarició su pelo y la besó.
     Ella, sin perder la compostura, le miró sorprendida. Jamás pensó que él supiera besar.
     El físico le devolvió la mirada, sonriendo, mientras le espetaba:
     —Te quiero... He estado haciendo el idiota todos estos años, ciego por el trabajo...
     Ella corroboró todas sus palabras:
     —Sí que has estado ciego para no ver que yo también te quería..., y te sigo queriendo.
      A los pocos minutos, los dos estaban sentados en la Sala de Juntas, rodeados de una docena de sesudos científicos. Ambos sentían un nuevo ardor en su ánimo, y no era precisamente por la reunión, de la que todos los ciudadanos de a pie esperaban que saliese una explicación al inesperado fenómeno que había afectado desde Madrid a Coimbra, en Portugal, perdiéndose después en el océano. Habida cuenta de las pocas víctimas reconocidas, muchos portugueses creyeron en la intervención de la Virgen de Fátima, pues la iluminaria pasó muy cerca del santuario.
     —Señoras, señores... —dijo solemnemente el Presidente—, sabemos lo que ha ocurrido... En honor a nuestro colega, que en tan pocos días ha aportado el informe más completo, y que es el que ha estado más cerca del evento, hasta casi costarle la vida, le cedo la palabra. Los astrónomos han podido corroborar sin lugar a dudas su hipótesis.
     El físico teórico, mirando de soslayo a su compañera, desplegó unos grandes papeles con esquemas, y, con gran parsimonia, introdujo su predrive en un ordenador que estaba conectado a un proyector, al mismo tiempo que manifestaba:
     —Ha ocurrido un auténtico milagro, como si alguien lo hubiera planeado con toda precisión... Los acontecimientos han sucedido en tiempos muy rigurosos, justo para que el frente de partículas gamma nos causase el mínimo daño... Todo lo que voy a exponer está confirmado por los datos astronómicos...
     —¿Qué quiere usted decir con eso de que "como si alguien lo hubiera planeado"? —le reprochó un barbudo colega—. ¿Está hablando acaso de Dios?
     —Sólo es una forma de hablar... —se disculpó el hombre de los vaqueros. Acto seguido, sin más dilación, comenzó a desarrollar su teoría.
     Sus explicaciones estaban trufadas de datos técnicos y de soluciones de complicadas ecuaciones matemáticas. Su hipótesis, ya confirmada por los astrónomos, defendía que, de una manera inopinada, un errante agujero negro, pequeño pero muy potente, se había interpuesto en el camino del frente de ondas gamma procedentes del estallido de la hipernova, haciendo de lente gravitatoria. Como consecuencia, el chorro de partículas, de varios miles de kilómetros de diámetro, se curvó y se estrechó, de tal forma que fue el punto focal, de sólo unos centenares de metros, el que impactó sobre la Tierra, y sólo durante unos segundos, pues enseguida sufrió una refracción que lo alejó del planeta. Las partículas de alta energía cambiaron de rumbo, enroscándose en espiral en torno a la singularidad, mientras ésta las engullía.
     Pero había algunas cuestiones que aún no tenían respuesta... Por ejemplo: ¿cómo era posible que ningún observatorio hubiera detectado el agujero negro estando tan sólo a unos siete años-luz del Sistema Solar?
     Por otro lado, si la singularidad se había interpuesto de repente en el camino del rayo de la muerte, es que se estaba moviendo por el espacio. Sin embargo, ahora, el agujero negro  permanecía prácticamente estático, en una posición en la que interfería lo justo con el frente de partículas como para que éstas no llegasen a la Tierra.
     Si los científicos fuesen creyentes dirían de Dios, no sólo que sí juega a los dados, sino que, a veces, también los amaña para beneficio de algunas de sus criaturas.
     Al terminar su exposición, el físico teórico se sintió bastante satisfecho. Sonaron unos espontáneos aplausos que el hombre agradeció con una leve inclinación de cabeza, pero muy pronto surgió entre los científicos un dinámico debate en torno a las incógnitas que presentaba la concatenación de ambos eventos. Todos se congratulaban de los pocos fallecimientos que había producido el suceso.
     Sin embargo, el hombre de los vaqueros se desentendió pronto de la discusión. Y no fue el único. Miró con una leve sonrisa de complicidad a su compañera; ésta ya llebaba un ratito mirándole, preguntándose cómo era posible que este hombre, del cual se había enamorado desde que se conocieron, pudiera haber cambiado tanto en cuarenta y ocho horas. Antes era tan impensable que le hubiese dicho que la amaba, como el que se perdiera una discusión científica sobre un tema del que él era uno de los mejores especialistas.
     Mientras tanto, la singularidad seguía protegiendo a la Tierra de su destrucción, interponiéndose en el mortal chorro de radiación de la hipernova y de su burbuja magnética, cuyos gases, por otra parte, se seguían expandiendo por el espacio como una tenue esfera donde predominaban unos bonitos colores azul y rojo.
 
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