Miguel Ángel García » Final de la historia 7
Miguel Ángel García
El final de la historia
 
El final de la historia
 
Capítulo 7
 
     Pasados unos momentos, los acontecimientos se precipitaron.
     El hombre de los vaqueros pudo percatarse de que el halo que se formó alrededor del penetrante punto central parecía que estaba lleno de estrellas, las cuales presentaban cierta deformación, como si hubieran sufrido un alargamiento, al mismo tiempo que el diminuto punto brillaba cada vez  más intensamente con una fulgurante luz blanca.
     El mojado científico, escudriñando la negrura, se empeñó en buscar una salida del río. Seguía pensando que el agua no era un buen lugar para presenciar el evento. A fuerza de nadar y remirar aquí y allá, pudo discernir en medio de la oscuridad una especie de recoveco realizado encima de una mole de cemento que sobresalía alrededor de un metro sobre la corriente de agua. No tenía ni idea de su funcionalidad, pero se afanó con todas sus fuerzas y consiguió encaramarse y refugiarse en aquella oquedad, en espera de los acontecimientos que, estaba convencido, estarían ya al caer. No era el lugar donde le hubiera gustado estar para presenciar el suceso que acabaría con su propia existencia, y la de otros muchos miles de millones de personas, pero más no podía hacer.
     De súbito, en su entorno apareció una blanquísima luminosidad, que le dejó momentáneamente ciego, rodeada de un tintineante resplandor verdoso, al mismo tiempo que sintió cómo le llegaban unas bocanadas de intenso calor. Por fortuna, la covacha donde se había refugiado le salvó de males mayores.
     El evento duró sólo unos instantes, ya que, sin ninguna razón aparente, el resplandor comenzó a desplazarse con gran rapidez, alejándose del lugar donde él se encontraba, produciendo sombras fantasmales al otro lado del río. A los pocos segundos la irradiación desapareció, dejándole en la más completa oscuridad, salvo unas leves irisaciones rojizas.
     —¿Qué ha pasado? —se preguntaba mientras oteaba la noche.
     Al mismo tiempo, mientras hacían estragos en el parque público, los jóvenes gamberros, muy de reojo, se percataron de que una luz muy blanca se les venía encima. Dejaron de regodearse de su última hazaña (haber tirado a aquel pobre hombre al río), pero apenas les dio tiempo a sentir cierta aprensión. De repente notaron que el bochorno aumentaba con gran intensidad, hasta casi quemarles, al mismo tiempo que unas enormes colgaduras blancas y verdes rasgaban la negrura a su alrededor, en medio de un silencio sólo roto por unos extraños chasquidos y chisporroteos. Unas cortinas de gas ionizado iban y venían, aparecían y se desgarraban, se retorcían en su derredor hasta desaparecer en vistosos colores, mientras otras surgían de las sombras con un fulgor cada vez mayor.
     Esta suerte de exhibición de "fuegos artificiales", mortalmente grandiosa y maravillosa, apenas duró medio segundo, justo hasta que un intenso cortinaje prístino cubrió todo lo que veían. Fue entonces cuando toda la pandilla se desvaneció en el aire bajo la presión de un estrecho haz de una energía altísima. Sólo permaneció su sombra plasmada sobre la quemada hojarasca del suelo del parque que, al instante, empezó a arder, envuelto en una rojiza bruma de vapor de agua.
     Al cabo de unas décimas de segundo, el rayo de partículas gamma se desplazó con gran rapidez, desapareciendo en unos segundos por el horizonte, sobreviniendo después el silencio y la más completa tenebrosidad. La negrura cubría la ciudad de Madrid en esta noche sin luna, donde ningún tipo de luz escapaba de edificio alguno, ni tampoco de las farolas, ni de los coches... El fenómeno cósmico había producido un gran apagón.
     El físico de partículas estaba desconcertado en medio de la oscuridad, sólo rasgada por los espectros rojizos que provenían de la arboleda cercana. Entonces concluyó en voz alta:
     —El parque esta ardiendo...
     Dirigió instintivamente su mirada hacia el susurro que producían las aguas al moverse. Estaba seguro de que debían de encontrarse muy calientes.
     Por lo menos estoy fuera del río... —pensó, sintiéndose a salvo—. ¿Qué habrá sido de los chicos?
     El acontecimiento cósmico había sobrevenido ya, al menos aparentemente, pero no sabía realmente qué había ocurrido. Nada de lo sucedido encajaba con las suposiciones que sus colegas, y él mismo, habían hecho. El fenómeno tenía que haber sido global y catastrófico, pero lo cierto es que él seguía vivo.
     No obstante, recordó algo:
     —El halo… Ese halo no debía estar…
     Desde el instante en que lo percibió, una idea loca le vino a la mente como una inspiración, aunque le pareció una ocurrencia demasiado fantástica. No obstante, se recordó a sí mismo que estaba vivo y eso concordaba con su teoría.
     De repente se dio cuenta de que, a pesar del calor que acababa de sufrir, ahora tenía algo de frío. Se acurrucó como pudo en el pequeño recoveco construido sobre el ancho pilar de hormigón, abrigándose con los brazos. Podía haber trepado hasta el parque, o donde se encontrase ahora, ya que tenía relativamente a poca altura la acera enrejada, pero, aunque miró hacia arriba, no podía ver casi nada, y no quiso arriesgarse.
     Se resignó a contemplar el amanecer. No quedarían más que dos o tres horas.
     Mientras esperaba, su febril imaginación de científico no paraba de dar vueltas en torno a una hipótesis de trabajo que explicase la extraña evolución del evento. Estaba cada vez más seguro de que su idea era correcta. Tenía que serlo. No encontraba otra solución para la aparente contracción del frente de ondas gamma, y para su rápido desplazamiento por la superficie terrestre, tal como parecía que había ocurrido, salvo...
     —Pero una contracción relativista no tiene ningún sentido... —caviló en susurros.
     Como físico teórico, estaba ansioso por hacer los cálculos. Pero los astrónomos son los que, al final, dirían la última palabra.
 
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