Miguel Ángel García » Final de la historia 4
Miguel Ángel García
El final de la historia
 
El final de la historia
 
Capítulo 4
 

     El hombre de los vaqueros y de la camisa blanca estaba tan absorto en sus disquisiciones, que apenas se percató de las andanzas bulliciosas de una docena de jóvenes, que se movían de aquí para allá sin rumbo fijo, con un comportamiento no muy respetuoso con el mobiliario urbano. Al verlos, pronto se percató de que se trataba de los típicos gamberros becerriles "rompelotodo", con algunas copas de más. No obstante, aunque parecía que venían en su dirección, no hizo el menor gesto de irse o de buscar un lugar más discreto.
     Al final, aquella pandilla de chicos terminaron por descubrir a aquel hombre que permanecía allí sentado, y que, aunque algo cabizbajo, no paraba de mirarles fijamente.
     Sorprendidos, se miraron unos a otros, preguntándose qué podría estar haciendo allí, en aquel paraje tan solitario, y, sobre todo, por qué les estaba desafiando clavándoles descaradamente la mirada.
     Uno de ellos propuso:
     Parece un vagabundo... Vamos a divertirnos un rato con él... Tengo ganas de sacudir a alguien...
     Los demás asintieron, casi mecánicamente. En silencio, se fueron acercando poco a poco hacia el físico cuarentón, como saboreando el sabor de una fácil caza.
     Sin embargo, al verle más de cerca, pronto se dieron cuenta de que no se trataba de un mendigo. Aunque llevaba barba de varios días, su vestimenta era de lo más correcta, y, cuando levantó su rostro para verles mejor, comprobaron que, aunque tenía el gesto serio, parecía que no estaba preocupado en absoluto.
     Sin esperar a más preámbulos, uno de los "añojos" le espetó:
     Danos la cartera y todo lo que lleves encima...
     Nuestro hombre se les quedó mirando unos instantes, y a los pocos momentos soltó una gran risotada que resonó a lo largo de todo el río. Sus carcajadas, en lugar de aminorar, se acentuaron y se mantuvieron largo rato, hasta el punto de que tuvo algunas dificultades respiratorias.
     Los jóvenes delincuentes quedaron desconcertados, pensando que aquel desconocido tenía que estar mal de la cabeza... Muy bien no debía estar, pues a quién se le ocurre pasear a solas precisamente en su territorio a las tres de la madrugada...
     El físico de partículas tomó aliento mientras les seguía mirando, y, sin poderlo evitar, se le debió de volver a activar el nervio de la hilaridad, obligándole a emitir una risa que resultaba contagiosa, pues los chicos, algunos de ellos menores de edad, comenzaron también a sonreír sin dar crédito al comportamiento de este personaje.
     Al final, uno de ellos, incrédulo, le increpó:
     ¿De qué te ríes tanto? ¿Qué es lo que te hace tanta gracia? O es que eres bobo...
     Por toda respuesta, el desconocido se limpió la humedad de los ojos, repasando sus ojeras con la parte externa del dedo índice. Al reírse tanto, no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas.
     Cuando, por fin, se hubo calmado, les comentó:
     ¡Ay! Me duele la barriga... Hacía mucho tiempo que no me reía tanto... Disculpadme, pero es que todo esto tiene mucha gracia.
     Y, sin poderlo evitar, comenzó otra vez a carcajearse con una risa floja.
     Uno de los atacantes, ya harto de tanta tontería, le conminó:
     Danos la cartera y el reloj... Y todo lo que lleves... De lo contrario... Si no...
     El hombre, que apenas podía dominar su bulla interna, pudo balbucir una frase, que debió de hacerle gracia a él mismo, pues aumentó el volumen de sus risas:
     Y si no, ¿qué...? ¿Qué crees tú que puedes hacerme?
     El ratero que le había pedido sus pertenencias, sacó entonces una navaja, que desplegó con ostentación cerca de su rostro.
     Como respuesta, el hombre sentado, sin dejar de sonreír, le entregó su bolso.
     El navajero le recordó:
     El reloj...
     El físico se quitó el reloj de la muñeca izquierda pero, antes de entregarlo, miró detenidamente la hora... Entonces, lacónicamente, mirándo a todos, les dijo unas enigmáticas palabras:
     Bueno, ya queda menos...
     Uno de los pequeños manilargos, intrigado, quiso saber:
     Menos... ¿Menos para qué?
     Pero, sin darle tiempo a que contestara, el que parecía más violento de ellos, y que era el que tenía más edad, le siguió intimidando:
     ¿Qué más llevas encima? Danos el móvil...
     La víctima, que en ningún momento había perdido la compostura ni había dejado de sonreír, les espetó:
     Para que estéis todos muertos...
     ¿Cómo dices? le contestó el violento, poniéndole el machete a la altura del cuello—. ¿Acaso quieres jugar con nosotros?
     Entonces, el hombre de los vaqueros, por primera vez dejó de sonreír, y, mirándoles a todos con aire sereno, les lanzó una inopinada advertencia:
     En poco más de media hora, estaremos todos muertos... Vosotros, yo...,  y unos cuantos miles de millones de personas más.

 
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