En el Centro Europeo de Operaciones Espaciales, que opera en la edificación situada en la Robert-Bosch-Strasse, en Darmstadt, Alemania, el desaliento entre los científicos y técnicos era absoluto. Algunos miembros del personal, derrotados, habían salido a fumar al exterior, y les parecía que hasta la verdusca fachada del edificio, plagado de banderas europeas, se mostraba ajada y deslucida, como si no le importase demasiado el día de mañana.
     Hacía diecinueve años, toda la comunidad de astrónomos se había regocijado por el descubrimiento del estallido de una pequeña estrella y el consiguiente seguimiento de su evolución cósmica. Les extrañó que la explosión estelar durase tan solo unas horas, pues suele alargarse al menos unos pocos días. Aunque aún era algo visible esa noche, si sabías donde mirar, a partir del día siguiente solamente podía ser detectada por los diferentes tipos de telescopios. Por ello, el evento saltó a los medios de comunicación sin pena ni gloria.
     Sin embargo, muy pronto se hizo evidente para los investigadores un dato estremecedor: la supernova estaba muy cerca de la Tierra, demasiado cerca…
     En principio, la explosión de la estrella provocó la expulsión de sus capas externas, como era de esperar. Al estar tan cerca del Sistema Solar, en el ámbito de los estudiosos empezó a preocupar la llegada en un futuro lejano de sus potentes ondas de choque, pues algún frente de estas ondas de materia, viajando a varios miles de kilómetros por segundo, podría atravesar nuestro planeta desestabilizando su atmósfera.
     Pero, al estudiar el acontecimiento, la Agencia Espacial Europea descubrió enseguida algo mucho más terrorífico. No era frecuente, pero la supernova acabó por despedir energía en sendos haces opuestos, seguramente porque la implosión gravitatoria se intensificó por la interacción con algún cuerpo cercano desconocido, haciendo que girase a gran velocidad su resto nuclear. El problema era que uno de esos chorros de ondas gamma se dirigía inequívocamente hacia el Sol, y había muchas posibilidades de que tocase la Tierra, con resultados catastróficos. Además, esas partículas de alta energía se acercaban a una velocidad cercana a la de la luz, por lo que en solo diecinueve años las tendríamos encima.
     Durante los meses siguientes se monitorizó la trayectoria del haz energético. Al cabo de un año de seguimiento se hizo bastante evidente el peor de los pronósticos: la onda de energía impactaría irremediablemente en nuestro planeta. Para los científicos había un hecho que resultaba irritante: el haz era muy estrecho, en términos astronómicos, pero nos tuvo que tocar la lotería.
     Los gobiernos decidieron mantener todo el asunto en secreto, para no provocar el pánico en la población y evitar conflictos sociales.
     Por parte de los científicos de los principales países, se estudiaron muchos proyectos para mitigar el efecto mortífero de las partículas de alta energía, pero, o las ideas no eran viables, o se demostraba su ineficacia real. La única esperanza era que, cuando llegase el haz, nos encontrásemos al otro lado del Sol, y que éste hiciese de paraguas, mitigando algo el desastre. Pero los cálculos no estaban claros…, hasta hoy.
     Han pasado casi los diecinueve años, y las ecuaciones de ambas trayectorias demuestran que es irremediable que la onda de la muerte alcance de lleno la Tierra. El Sol no hará de paraguas, ni la Luna, ni nada… En muy pocas semanas, el planeta se cocerá en pocos minutos. Quizás, con suerte, alguien sobreviva aquí o allá, deambulando en el infierno.
     La comunidad científica del mundo entero cogió vacaciones al mismo tiempo, reuniéndose con sus familias, esperando lo inevitable. El resto de la gente, a la que no se quiso informar del infortunio venidero, siguió con su rutina normal.