Miguel Ángel García » Ani Kuni 8
Miguel Ángel García
Ani Kuni
Espíritu del Fuego
Miguel A. García
 
 
Capítulo 8
 
     Ante la sorpresa de todos, el cántico se repitió por tercera vez, junto con el baile, ahora saliendo de los corazones de los alumnos mayores y del propio Félix. La entonación era algo distinta, pero la gravedad de sus voces hizo que a más de uno se le pusiera la carne de gallina.
     Los aplausos volvieron a resonar.
     Entonces, el profesor de Biología se adelantó unos pasos, acercándose al público lo máximo posible, y se dispuso a hablar:
     —Como ha dicho Inés al principio, os estamos narrando nuestras vivencias en el campamento a través del cántico. Falta la parte final… Pero, antes de que escuchéis la última canción, os voy a contar una historia, una especie de cuento…
     El director agudizó ahora todos los sentidos, hasta el punto de que en estos momentos sólo veía el escenario lleno de relámpagos, bajo un terrible rugido, mientras contemplaba a los chicos totalmente empapados en torno a un fuego imaginario.
     —Érase una vez una noche oscura y tormentosa, y un viejo jinete estaba cabalgando con ayuda de su linterna. Mientras seguía su camino, en un momento dado se apeó de su caballo blanco, dejándolo a su aire, y se dispuso a descansar sobre un risco. De repente, por encima de una línea de nubes, vio una manada de vacas de ojos enrojecidos abriéndose camino a través del cielo rasgado. Sus pezuñas estaban hechas de acero y sus marcas ardían al pisar, atronando en el cielo. Sus cuernos eran negros y brillantes, y el hombre podía sentir su cálido aliento. Un relámpago de miedo le atravesó al ver que otros jinetes llegaban rápidamente.
     Los espectadores permanecían ensimismados escuchando la narración de este extraño relato. Demetrio tenía los ojos abiertos como platos.
     —Las caras de estos jinetes —siguió contando el profesor de Biología—, empapadas de sudor, estaban demacradas, y sus ojos miraban en blanco a ninguna parte. Cabalgaban muy rápido, entre lamentos, tratando de alcanzar esa manada entre las nubes, pero no lo conseguían porque estaban condenados a cabalgar para siempre tras ella, en esa pradera del cielo. Mientras los jinetes galopaban, el atribulado hombre del risco escuchó a uno de ellos llamarle por su nombre, y le dijo: «Si quieres salvar tu alma del infierno de cabalgar en nuestra pradera, debes cambiar tus costumbres hoy, o con nosotros cabalgarás mañana intentando alcanzar esta manada a través de estos cielos sin fin».
     Félix hizo aquí una pausa, mientras los oyentes presentes en el evento permanecían muy atentos, porque no comprendían a dónde quería llegar a parar el docente con sus palabras, las cuales parecían conformar una especie de parábola. Pero, en lugar de seguir con su relato, Félix, de repente, se puso inopinadamente a cantar, al mismo tiempo que cerraba los ojos. Se trataba de un cántico nuevo, y los alumnos de la acampada, en lugar de danzar como habían hecho hasta ahora, se quedaron muy quietos,  con las manos unidas, cerrando  también sus ojos.
     El cántico rezaba así:

          «En una noche oscura
          De terrible tempestad,
          Cruzando por el valle
          Iba un vaquero en su corcel.
 
          De pronto vio en el cielo
          Con radiante claridad
          Rebaño de mil vacas,
          Fantasmas en tropel...
          En lúgubre clamor...
 
          Los ojos de esas bestias
          Eran brasas al mirar,
          Los cascos de sus patas
          Centelleaban al pisar...
 
          Sus trágicos bramidos
          Tenían algo de infernal,
          Sus cuernos eran negros
          Con brillo de metal.

          Detrás de la manada
          Cabalgando sin cesar,
          Jinetes celestiales
          La trataban de alcanzar...
 
          Y entonces el vaquero
          Solitario oyó una voz,
          La voz de su conciencia
          Como una maldición:
 
          Si quieres salvar tu alma
          Y saber lo que es la paz,
          Tú debes apartarte
          Por tu bien de la maldad...
 
          Si no, tendrás por fuerza
          Que venir siempre detrás,
          Arreando este rebaño
          Toda una eternidad...
 
          Arre-a-e, arre-a-o
          En lúgubre clamor...».

     Oír cantar con esa voz tan profunda al profesor de Biología, acompañado de sus alumnos en una actitud casi religiosa, impresionó sobremanera a toda la audiencia, que, al final, no sabía si aplaudir o guardar un respetuoso silencio, porque intuían que esa canción escondía un mensaje muy importante para estos chicos.
     Los que estaban sentados en derredor del director se quedaron mirándole, estupefactos, porque tenía también los ojos cerrados, y se percataron de que algunas lágrimas resbalaban por su rostro. Demetrio, por fin, había comprendido.
 
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