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| Miguel A. García |
| Capítulo 7 |
| El curso tuvo su término, y por fin llegó el día para festejarlo, un acto tradicional en el que también se despedían del Centro, con bastante emotividad, los alumnos de segundo de Bachillerato. Estaba previsto que la gala se celebrara en un teatro que la Junta de Castilla y León prestaba para todo tipo de fines sociales, y el conjunto del instituto acudió en masa, como solía ser. Todo transcurría con normalidad, entre lectura de poesías, canciones y algún chascarrillo que otro en el homenaje que el Centro ofrecía a los alumnos mayores que ya les tocaba abandonar el instituto para vivir su aventura de la universidad. Fueron muy divertidas las diapositivas que enseñaban su aspecto de cuando eran niños pequeños, y también las que mostraban algunas situaciones jocosas ocurridas en las excursiones educativas que habían realizado durante su vida escolar. Padres, profesores y alumnos estaban pasando una tarde muy agradable. Sin embargo, cuando se acercaba ya el momento de la aparición en escena de los chicos de la acampada, la expectación fue en aumento. Todos estaban deseosos de saber qué es lo que iban a contar, sobre todo sus padres, que estaban casi tan en ascuas como los demás. Cuando los catorce alumnos, junto con su profesor de Biología y Geología, se levantaron de sus butacas y subieron al escenario para realizar su actuación, se hizo en la sala un gran silencio. Una vez en la palestra, Félix y los chicos más mayores se pusieron a los lados y los más pequeños permanecieron en el centro, formando una especie de semicírculo muy abierto. Demetrio, recostado en su butaca de la tercera fila, al lado de algunos padres y profesores, también los miraba expectante mientras pensaba: «Los dolores de cabeza que me habéis dado… A ver si ahora por fin me entero de algo». Quien habló primero fue una de las alumnas de Bachillerato, y lo que les dijo les dejó a todos a medias venir: —Sé que queréis saber las experiencias que tuvimos en el campamento que hicimos en mitad de la Sierra de la Culebra. Os lo contaremos, como hemos prometido, pero… Quien remató la frase fue la alumna más joven, que cursaba primero de la ESO: —Todo aquello que vivimos en la acampada os lo vamos a decir cantando… A continuación, sin más preámbulos, ante la sorpresa de todos, la que había hablado primero y otro compañero de Bachillerato, entonaron el cántico de «Ani Kuni» en «acapella», sin música de acompañamiento de ninguna clase, tonada que ya había escuchado el director de boca de su compañero Félix. Pero, al contrario que éste, que había permanecido muy quieto mientras actuaba para Demetrio, todo el grupo de alumnos comenzó una sencilla danza que consistía en rítmicos movimientos del cuerpo mientras golpeaban alternativamente dos veces el suelo con sendos pies. Al acabar, el teatro se llenó de aplausos, ya que a todos les encantó su actuación. Después ocurrió algo que pilló al público desprevenido. La alumna de menor edad, de doce años, repitió el cántico, salvo la parte que estaba en castellano, arropada por sus compañeros más pequeños, mientras continuaba la danza. La dulce voz de la niña y la sensibilidad de su canto, acompañada por el coro infantil, emocionó a todos, hasta el punto de que a algunos de los padres y profesores se les empañaron los ojos. Al acabar, un largo y estruendoso aplauso resonó en la sala. Demetrio estaba como hipnotizado. No podía apartar la mirada de la niña ni del resto de sus compañeros de la ESO. ¡Cómo era posible que esos chicos pudieran cantar con tanta seguridad y sentimiento! Lo normal era que, al actuar en público, estuviesen nerviosos. Si lo estaban, no se les notaba nada… Se seguía preguntando qué podrían haber vivido estos críos tan pequeños en aquel paraje, bajo aquella tormenta, que tanto les había afectado. Él conocía algo de la verdad, pero, desde luego no todo, no al menos la parte más importante y que guardaban en secreto. |
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