Miguel Ángel García » Ani Kuni 4
Miguel Ángel García
Ani Kuni
Espíritu del Fuego
Miguel A. García
 
 
Capítulo 4
 
     Por fortuna, el director pilló a su compañero trabajando en su departamento.
     —Veo que estás solo.
     —Sí, yo y mis circunstancias —replicó Félix con cierta ironía.
     —Quiero hablar contigo.
     —¡Ah! Ya sé. Acabas de tener la reunión con los padres. ¿Y qué te han dicho?
     —En efecto, he tenido una reunión muy interesante.
     —¿Y puedo saber de qué se han quejado?
     —De que sus hijos son demasiado educados…
     —¿Qué?
     —Pues eso… Me han dicho que sus hijos, desde la acampada, han cambiado mucho su comportamiento para mejor, pero les extraña sobremanera que hayan cambiado tanto en tres días. Me han asegurado que han madurado de repente, que se comportan como adultos responsables. De uno de Bachillerato puedo esperármelo, pero te recuerdo que la más pequeña que te acompañó tenía doce años. Están convencidos de que durante la acampada les pasó algo que les ha hecho ser mejores personas, y yo también lo creo. Los chicos no han contado nada, ni tú tampoco, hasta ahora, pero debes tener por seguro de que de aquí no nos vamos a mover hasta que no me detalles con pelos y señales todo lo que os pasó.
     El profesor de Biología y Geología, mirando a su jefe con aire circunspecto, guardó silencio. Le dio la impresión de que no tenía ya escapatoria. Parecía que la cosa se les estaba yendo de las manos. No podía ya seguir callando y comprendió que debía contarle algo, pero, desde luego, no todo.
     —Está bien —le dijo, reacomodándose en la silla—, hablemos…
     —Soy todo orejas…
     —Todo iba transcurriendo por los cánones normales según estaba previsto. La última noche preparamos unas piedras e hicimos un fuego de campamento. Nos reunimos en torno a la hoguera para repasar las vivencias que habíamos tenido durante esos tres días. Por experiencia sé que estas despedidas son muy emotivas. Son momentos propicios para hacer confidencias, y los chicos mantienen estos recuerdos toda la vida.
     —Al grano, por favor….
     —Fue entonces cuando se desencadenó la tormenta. Vino sin avisar... Estábamos en una zona despejada, separados de las tiendas por un pequeño barranco que casi se podía pasar de un salto. Había mucho viento, pero las lomas de nuestro alrededor nos protegían algo. Reaccionamos enseguida para ir a las tiendas, pero no nos fue posible. Por el barranco que nos separaba del campamento comenzó a discurrir una corriente de agua que bajaba con mucha fuerza. No podíamos arriesgarnos a saltarlo. Durante un rato estuvimos vigilando el torrente, por si iba a más. Temíamos que la cárcava se desbordara, y entonces no hubiéramos tenido más remedio que subir hacia el bosque cercano. Pero parecía que se había estabilizado. Para animarlos un poco, les dije que echáramos más troncos al fuego, porque se estaba apagando. Así lo hicimos, y nos volvimos a sentar alrededor de la pira. Estábamos un poco preocupados, pero tranquilos, y en ese instante se me ocurrió entonar un cántico para tratar de infundirles arrojo y coraje. Les enseñé cómo cantarlo, y ellos aprendieron la canción bastante rápido. Luego la tarareamos todos juntos. Y ahí cambió todo.
     Demetrio estaba absorto. Impaciente, le conminó a que continuara con el relato:
     —Sigue, por favor, que me tienes en ascuas…
     —Después del cántico, sentimos una extraña paz. Vimos que el fuego, en lugar de languidecer por culpa de la lluvia, se mostraba cada vez más vivo. Y luego nos percatamos de que no estábamos solos…
     —¿Cómo?
     —Verás… Aunque resulte difícil de creer, gracias a los relámpagos vimos de repente que estábamos rodeados de ciervos, desde el bosque hasta el mismo campamento, más allá del pequeño torrente. Nos quedamos bastante pasmados… Bueno, muy pasmados. Nos pareció que todos esos animales nos estaban mirando.
     —No fastidies… Los atraería el fuego, y se irían acercando poco a poco sin que os percatarais…
     —Creemos que no. Cuando comenzó la tormenta no estaban. Sólo los vimos cuando finalizamos el cántico.
     —¿Y qué hicisteis?
     —Lo único que podíamos hacer en ese momento. Nos agarramos todos de las manos, y volvimos a cantar, pero esta vez, con más fuerza. Cuando acabamos, todas las crías de los ciervos se habían acercado a pocos metros de nosotros y nos contemplaban como si fuéramos una aparición. Los ejemplares más grandes formaban una especie de corro detrás de ellos. Y, a todo esto, el fuego seguía muy alto, como sino le influyera el aguacero que nos estaba empapando a nosotros. Sentíamos su calor…
     —Lo que me cuentas es alucinante…
     El director miró a su interlocutor y creyó entrever en Félix una expresión que denotaba que su extraordinaria experiencia no había hecho sino comenzar.
 
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