Miguel Ángel García » Infestación 18
Miguel Ángel García
Infestación
 
Miguel A. García
 
Capítulo 18
 
     DÍA 45

     Aunque estaban en pleno confinamiento, Marcos y Alba se desplazaron con el coche hasta el hospital. Mientras el conducía, la segunda iba sentada en el asiento de atrás, como aconsejaban las normas de distanciamiento. Sus corazones tenían una alegría desbocada, pues, tras seis semanas, iban a darle el alta al abuelo.
     Tras unos días críticos, después de su entubación, en el que los médicos no sabían si sería capaz de salir adelante, se estabilizó, y, poco a poco, aún en estado de coma, fue recuperándose. Cuando le despertaron, no tardaron muchos días en sacarle de la UCI para su traslado a una zona de aislamiento mucho más confortable, dentro de las circunstancias. Y por fin, después de otro par de semanas, le dijeron que se iba a ir ya para casa.
     Aurora y los niños seguían en el hogar (no tenían más remedio), pero estaban preparando una pequeña fiesta para recibir al abuelo.
     —Algo sencillo —les advirtió Alba—, pues vendrá muy cansado...
     Mientras Marcos y su mujer esperaban pacientemente para que bajaran al abuelo, no podían imaginarse la emotiva escena que en estos momentos estaba viviendo Ramón. Acomodado en una silla de ruedas, toda una cohorte de sanitarios le aplaudían según iba siendo llevado por el hall de la planta. Él, algo desorientado, no comprendía mucho esta efusividad, y se limitó a corresponder aplaudiendo, a su vez, a esa amable gente, de la cual sabía perfectamente que le habían salvado la vida. Todos apreciaron cómo unas pequeñas lágrimas intentaban escapar de sus ojos, pero nadie se percató de que, tras la mascarilla, estaba dándoles las gracias.
     Al sentir el frescor del día, respiró hondo, y le pareció que volvía a renacer, sobre todo cuando vio de golpe a su hija y a su marido que venían a su encuentro.
     Cuando le ayudaron a levantarse para irse con ellos, no hubo abrazos calurosos ni besuqueos, ya que, yendo todos con mascarilla, no era lo adecuado, pero las caricias que le regalaron las sintió muy adentro.
     Ya en casa, Aurora, muy emocionada, no pudo por menos que dar un gran abrazo a su marido, hasta el punto de que éste tuvo que balbucear:
     —No aprietes tanto...
     —No me importa... Nos han dicho que eres inmune y que tampoco puedes contagiar... Quiero estrujarte...
     —Es que me estás ahogando...
     Por primera vez en muchas semanas, las risas y la alegría volvían a resonar en la casa. Y, a partir del domingo, a los niños ya les estaba permitido dar un paseo, aunque sólo fuese de una hora. Todo empezaba a ir mejor.
     La fiesta fue modesta, pero muy íntima. La casa estaba decorada con multitud de dibujos hechos por Luis y por Raquel, y en el salón habían colocado un gran cartel de bienvenida, hecho con folios unidos con cello. Estando todas las tiendas cerradas, había que utilizar lo que se tenía a mano.
     Ya a media tarde, rebajados un poco los ímpetus iniciales del reencuentro, una vez que la felicidad recobrada transcurría en niveles ya más cotidianos, el abuelo y Luis cruzaron una intensa mirada de complicidad. Ambos se sonrieron de una manera muy enigmática, lo cual no pasó desapercibido para Alba.
     La madre del pequeño, intrigada, les preguntó:
     —¿Qué pasa? ¿Qué os traéis entre manos?
     Su desconcierto aumentó cuando el niño levantó su ceja izquierda, como si fuese un mensaje que sólo el abuelo Ramón sabría entender. Y así debía de ser, porque aquél le contestó haciendo un ligero movimiento afirmativo con la cabeza. Sí, estaba claro que mantenían un secreto entre ellos.
     —Venga, contad...

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