Miguel Ángel García » Infestación 12
Miguel Ángel García
Infestación
 
Miguel A. García
 
Capítulo 12
 
     DÍA 7

     El abuelo Ramón pasó el fin de semana casi siempre recostado. Incluso mucho antes de que tuviera los primeros síntomas claros de un posible catarro o bien de una reacción anormal a la vacuna de la gripe, procuró mantenerse un poco aislado de los demás para evitar un posible contagio, manteniendo también a su mujer a rajatabla en su lado correspondiente de la cama, aduciendo que no le dejaba dormir bien.
     —Dime, ¿cómo te has sentido hoy? —le preguntó ella la noche del domingo, ya acostados.
     —Como si me hubieran dado una paliza... Puede que sí sea la gripe después de todo...
     —Aparte de la gripe... Dime la verdad... Desde ayer, sé que hay algo que te callas. ¿Qué es?
     Ramón no podía tener secretos para Aurora. Cada mirada furtiva, cada gesto de él, cada leve cambio de inflexión en su voz, por imperceptibles que fuesen, constituían para ella unas letras muy gordas del libro abierto de la vida de su marido.
     —¡Qué voy a callarme! No digas tonterías...
     —Ramón, que te conozco... Sé que algo más te pasa...
     Su marido no tuvo más remedio que claudicar:
     —Bueno... Verás... Es que, desde hace días, no tengo olfato ninguno ni tampoco soy capaz de saborear la comida. Todo lo que como no me sabe absolutamente a nada...
     Aurora le miró en la oscuridad. Aquellas explicaciones podrían ser verdaderas, pero, desde luego, ella se daba perfecta cuenta de que ese asunto no era lo que tenía retraído a su marido.
     —Ramón, la verdad... Ahora... Dime ya todo lo que te pasa...
     El abuelo también conocía muy bien a su mujer. Sabía que era muy tozuda, y si se empeñaba en algo, no paraba hasta conseguirlo. No tuvo más remedio que sincerarse del todo:
     —De verdad que no es nada... De vez en cuando noto como que me falta un poco el aire. Me cuesta respirar... Pero entonces me siento y se me pasa pronto, así que no te preocupes...
     —¿Que no me preocupe? Mañana mismo vamos al médico...
     —De eso nada... Es lunes, y Marcos y Alba tienen que ir a trabajar... Esperemos unos días, y ya verás cómo se me pasará...
     Ramón también era un poco cabezón. Por eso, el lunes nadie fue capaz de convencerle para que acudiera al médico. Sin embargo, al día siguiente el estado de su salud no sólo no mejoró, sino que parecía que empeoraba. En más de una ocasión tuvo que acercarse al baño porque sentía náuseas.
     —Es la mucosidad... —decía él.
     Por otro lado, los tenues escalofríos que llevaba días notando, ahora eran más que palpables para toda la familia:
     —Está claro que tienes fiebre —opinó Alba cuando faltaba poco para la hora de cenar—. Voy a ponerte el termómetro...
     Mientras la abuela terminaba de despejar la mesa para poner el mantel y la vajilla, sus queridos nietos, a instancias de la madre, trataban de "ordenar" sus habitaciones respectivas. Marcos seguía trasteando en la cocina; una vez hecha la ensalada, comenzó a pelearse con las tortillas francesas.
     —¡Niños, lavaros bien las manos! —ordenó Alba.
     El abuelo continuaba sentado en el sofá, con el termómetro colocado en el sobaco del brazo izquierdo. Con los preparativos de la cena, parecía que se habían olvidado de él:
     —¡Eh! Que llevo ya media hora aquí con el cacharro este puesto...
     —¡Qué exagerado eres! —le recriminó Alba—. Vamos a ver qué tienes...
     La mujer miró rápidamente los números digitales y, dirigiendo la vista al abuelo, le espetó:
     —Tienes treinta y ocho y medio de fiebre... Casi treinta y nueve...
     —Lo que os decía... Tengo la gripe. La vacuna no me ha servido para nada... O quizás, incluso, me ha hecho enfermar...
     —Tenemos que llevarte a urgencias...
     —No, no estoy tan mal como para ir a urgencias. Mañana, si sigo con fiebre, vamos al médico.
     —Abuelo —expuso Marcos mientras traía dos platos de tortilla en sendas manos—. Mañana iremos al médico tanto si sigue teniendo fiebre como si no...
     —Muy bien dicho, hijo... —manifestó Aurora—. A este hombre hay que llevarlo a rastras para que le vea un doctor...
     —Y ahora a la cama... —le aconsejó Alba—. Te llevaré la cena allí.
     —No, por favor —rogó el abuelo—. Estoy todo el día sentado. Dejadme cenar con vosotros. Prometo no contagiaros...
     —No digas tonterías... Eso sí, nada de abrazos ni de besuqueos, sobre todo a los niños...
     —Hecho... —confirmó el abuelo. Al fin y al cabo, aunque no se hubieran dado mucha cuenta, hacía ya tiempo que estaba manteniendo esas medidas profilácticas.
     Ramón se levantó del sofá haciendo más esfuerzo de lo habitual. Ya no solamente es que cada día que pasaba notaba que le faltaba más el aire, sino que también sentía que le dolían todos los músculos y articulaciones del cuerpo.

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