 |
| Miguel A. García |
 |
| Capítulo 11 |
| DÍA 4 Los padres de Alba vivían en otra ciudad, y entre todos habían convenido que pasarían una temporada con su hija y su marido, Marcos, posiblemente hasta el final de la Semana Santa. Raquel y Luis, los nietos, estaban encantadísimos, a pesar de que aún faltaban bastantes semanas para las vacaciones. Pero podrían echarles una mano con los deberes. Alba trabajaba en una oficina sólo por las mañanas, mientras que Marcos, al tener jornada partida, solía llegar algo tarde al domicilio. Por ello, que los abuelos vinieran a casa constituía una ayuda para ambos, sobre todo a la hora de llevar a Luis al colegio. Aunque ya solía ir solo, les gustaba que Ramón le acompañara, así, de paso, el abuelo hacía algo de ejercicio. Con Raquel no había problema, ya que este año había comenzado a ir al instituto. Y, por otra parte, la abuela Aurora tenía muy buena mano en la cocina. —Creo que somos un poco egoístas... —comentó Alba en una ocasión a su marido, cuando acababan de acostarse. —¿Por qué lo dices? —Nos estamos aprovechando de tus padres y de los míos... Cuando vienen, no paran de hacer cosas... —Pero a los niños les viene muy bien... Y si no ayudan en aquello que les parece oportuno, revientan... Necesitan sentirse útiles. —Lo sé... Pero a veces me siento culpable... Hoy es sábado, y todo el mundo se ha hecho un poco el remolón a la hora de levantarse. Mientras Marcos se afana en preparar el desayuno, pues le ha tocado, por unanimidad, su elaboración, la abuela Aurora intenta ayudar a sus nietos en la ardua tarea de arreglar un poco sus habitaciones, sobre todo la de Luis. Cuando ya se van sentando, se dan cuenta de que el abuelo parecía que tardaba mucho en levantarse. —No ha pasado una buena noche —comentó Aurora—. Cuando me levanté, preferí dejar que durmiera un poco más... Voy a ver si se levanta... —No, abuela, no hace falta... —opinó Alba—. Si no ha dormido bien, déjale descansar todo lo que quiera. En todo caso no hizo falta que la abuela fuera a buscarle, pues Ramón apareció entrando ya por la puerta del salón. —Venga, abuelo, dormilón... —le espetó Luis. Todos se percataron de las grandes ojeras que tenía y de su aspecto cansado. Una vez sentado, no pasó mucho tiempo antes de que le entrara una tos seca. Alba se apresuró a ponerle un vaso de leche caliente. —Toma, papá... —le dijo—. Ten cuidado, que a lo mejor quema algo... —Según la abuela, ha pasado usted una mala noche... —quiso confirmar Marcos. —La verdad es que he pasado una noche fatal —ratificó el octogenario—. Con la congestión nasal que tengo, se me reseca la boca y eso me hace toser. —¿Se te ha quitado ese dolor de cabeza? —le preguntó Alba. —No del todo... Sigo teniendo ahí un runrún... —Vaya... Al beber un sorbo de leche, el abuelo Ramón dio muestras de sentir alguna molestia. —¿Te duele al tragar? —quiso saber su mujer, Aurora, también octogenaria. —Sí, siento alguna molestia... —reconoció él. —Pues está claro que has cogido catarro —expuso Alba—. O puede que sea una reacción tardía de la vacuna de la gripe... Habría que llevarte al médico para que te hagan una revisión... Ramón se negó en redondo: —Ni hablar de ir al clínico... Es fin de semana. Y para un catarro no vamos a ir a urgencias... —Pero, abuelo, ¿usted cómo se siente realmente? —le preguntó Marcos para ver si podía sonsacarle algún síntoma más. —Pues me siento acatarrado... —contestó Ramón en un tono distendido, con la intención de quitar hierro al asunto. Al ver su aparente buen humor, todos parecieron conformarse. La abuela, no obstante, se sentó a su lado y no le quitó ojo hasta que terminó su desayuno. Tenía la intuición de que no les había contado todo. Habían convivido muchos años y le conocía muy bien. Algo se callaba. |
 |
 |
