Miguel Ángel García » Niño dormilón 8
Miguel Ángel García
El niño dormilón
 
Miguel A. García
 
Capítulo 8
 
     El avión se caía. Todos lo sabían. Los minutos pasaban y parecía que los pilotos eran incapaces de volver a encender los motores.
     —¡Eh! —avisó alguien—. Ya no se ven esos fulgores en las alas...
     En efecto, los que estaban al lado de las ventanillas comprobaron que aquellos brillos misteriosos habían desaparecido. Pero, en realidad, aquello ya no importaba nada. A su manera, cada cual se dio cuenta de que, cuando ves que se va acercando el final, cualquier problema de la vida se hace minúsculamente pequeño.
     El silencio en la cabina de pasajeros era abrumador. Los bandazos que aún seguía sufriendo el aparato, por grandes que fuesen, les molestaban más bien poco.
     Los auxiliares de vuelo seguían en la parte delantera, junto a la puerta de la cabina de pilotaje. José Manuel la golpeó una vez más sin ninguna convicción, y, como ya esperaba, no obtuvo respuesta alguna. Después, rindiéndose, miró a sus compañeras al mismo tiempo que les manifestaba sus malos augurios:
     —Vamos a morir...
     Mientras Rosa lloraba para sus adentros, Katia tuvo los arrestos suficientes para darse cuenta de que, pasara lo que pasara, su obligación era preparar a los pasajeros para un aterrizaje de emergencia. Haciendo de tripas corazón, descolgó el telefonillo de la megafonía y, con la mayor entereza que pudo, dio las instrucciones pertinentes para que la gente se colocase en la posición más adecuada para resistir el impacto.
     Sacando fuerzas de su propio instinto de supervivencia, trató de dar ánimo al pasaje:
     —Los pilotos tienen mucha experiencia... Con un poco de suerte, tocaremos suelo en un lugar despejado... Tengan confianza.
     José Manuel contempló a su compañera con cierta admiración. Él no podría mentir con esa convicción que mostraba ella, ni aún para consolar al pasaje.
     Los tripulantes de cabina se fueron sentando entonces en sus respectivos trasportines. En su paseo por el pasillo central, Katia no paraba de ayudar y dar consejos a unos y a otros para que se sintieran más seguros. Ahora, desde su lugar en la parte posterior del avión, volvió a sentir esa soledad que la había invadido al principio.
     Los minutos fueron pasando en medio de un silencio total, sólo roto por los crujidos con los que a veces se quejaba el aparato, que seguía con sus zarandeos y vaivenes, ante la indiferencia de todos. Nadie podía saber que uno de esos ruidos lo estaba haciendo el tren de aterrizaje, cuyas ruedas habían bajado hasta colocarse en su posición normal para la toma de tierra.
     Al ir descendiendo, poco a poco dejaron de vislumbrarse los resplandores de los relámpagos, pero parecía que el exterior se estaba tornando más oscuro. Daba la impresión de que las nubes de la tormenta se empeñaban en llegar al propio suelo.
     Los segundos cambiaron su temporalidad, pues, aunque los minutos pasaban inexorables, parecía que el tiempo se había detenido.
     Algunos, con los ojos cerrados, repasaban su vida, afligidos por dejar solos a sus seres queridos, tal vez arrepintiéndose de algunas cosas o lamentando no haber hecho otras. Los creyentes rezaban a su Dios, y muchos permanecían abrazados, como Silvia y Alfredo. Todos esperaban el gran impacto en cualquier momento, imaginando, para consolarse, que sería todo muy rápido. Lo más probable, pensaban, es que no se iban a enterar de nada.
     La madre de Gonzalo seguía contemplando a su hijo. «Dios mío, no es justo... No es justo...», pensaba ella con lágrimas en los ojos. «Está empezando a vivir...».
     De repente, algo extraño sucedió. Notaron una sacudida distinta, y luego las oscilaciones del avión se trastocaron en una suave vibración. Un poco después, sus cuerpos fueron impelidos hacia adelante, al mismo tiempo que empezaron a oír un sonido nuevo. Los frenos aerodinámicos de las alas se habían activado.
     Alguien que no pudo resistir la tentación de mirar por la ventanilla, empezó a gritar como si estuviera poseído:
     —¡El suelo! ¡Estamos en el suelo! ¡Hemos aterrizado!
     Pronto se hizo bastante evidente que el avión estaba frenando.
     Los pasajeros se agolparon entonces para tratar de asomarse al exterior, y, al mirar, no salían de su asombro. Estaban ya casi parados en la pista de cemento de algún aeropuerto. Entonces, de una manera espontánea, se desencadenó un frenesí de aplausos, mientras algunos, más exaltados, gritaban:
     —¡Vivan los pilotos!
     —¡Y viva la madre que los parió!
     Katia, ya puesta en pie, miró desde lejos a sus compañeros. En sus rostros creyó distinguir tanta perplejidad como tenía ella misma.
     En estos momentos, Silvia oyó un bostezo muy cercano:
     —Uaaaah... ¡Qué bien he dormido!
     Gonzalo se acababa de despertar.

Ir al capítulo siguiente
Retrocede a la pág. anterior
Enlaces Institucionales
Portal de educación Directorio de Centros Recursos Educativos Calendario InfoEduc@
Reconocimientos
Certificacion CoDice TIC Nivel 3