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Miguel A. García |
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Epílogo |
A su entrenador se le había olvidado la partida prometida. —Bien, juguemos... —dijo—, a ver qué tal estás tras casi dos meses de inactividad. —Vamos allá... La verdad es que lo echaba ya mucho de menos... —Suerte... Santiago cedió el bando blanco al niño y esperó su primer movimiento de apertura mientras pensaba: «Tengo la sensación de que quien va a necesitar mucha suerte soy yo». No se equivocaba. A los diecinueve movimientos las negras estaban ya perdidas. Esta partida no pasaría a la historia. Santiago tumbó su Rey en señal de rendición, mientras Eduardo le comentaba: —Tus piezas estaban muy moradas... Su entrenador le dedicó la mejor de sus sonrisas. Después, aunque ya barruntaba la respuesta, le preguntó: —Entonces, ¿estás bien? ¿Estás como antes? Su estudiante le devolvió una sonrisa de complicidad, y le confesó: —Sí, el "ajedrez mágico" sigue estando en mi cabeza, y el "gorrión" no para de revolotear de aquí para allá, preparando el escenario para las próximas partidas. Por cierto, me manda saludos para ti... Su entrenador sonrió abiertamente. Se sentía casi halagado. De repente se dio cuenta de un detalle: el tablero de ajedrez tenía sesenta y cuatro casillas, justo el mismo número de piezas que revoloteaban en la cabeza del niño. «No puede ser casualidad...», pensó. Pero de inmediato renunció a entenderlo. Sólo se dedicaría a mantener ese "fuego interior" de Eduardo, manifestado a través del "duende" que llevaba dentro. |
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