Miguel Ángel García » Niño dormilón 5
Miguel Ángel García
El niño dormilón
 
Miguel A. García
 
Capítulo 5
 
     Los pasajeros se miraron unos a otros con el miedo reflejado en sus ojos. Fuera del aparato, la oscuridad era casi total. Les parecía ir galopando a ciegas en el interior de un tren desbocado que podría descarrilar en cualquier momento. No podían hablar, porque, debido al atronamiento, la voz no llegaba a la persona que estaba al lado.
     Alfredo abrazó a su mujer, y ésta, a su vez, puso su mano sobre el pecho del niño, como si quisiera protegerlo de estas terribles acometidas de la tempestad.
     Gonzalo, de una manera insólita, permanecía dormido, lo cual seguía desconcertando a sus padres. Pero esto ya no importaba. Dadas las circunstancias, quizás fuera mejor así. Si las cosas se torcían y el vuelo comenzaba a tener problemas, al menos su hijo no se enteraría y no se asustaría, tal como estaban ahora ellos.
     El pedrisco, del tamaño de pelotas de golf, abolló con innumerables cráteres casi todo el fuselaje del avión, y causó muchos impactos visibles y algunas pequeñas grietas en el parabrisas del aparato. Cuando cesó, después de un minuto escaso, el potente ruido de los reactores les sonó a todos como música celestial.
     El conjunto del pasaje se sintió visiblemente aliviado. Pocos se dieron cuenta, empero, de que a lo lejos, en la ruta que seguía el avión, se veían relámpagos cada vez con más frecuencia, cuyo resplandor formaba fantasmagóricas sombras entre los nubarrones que iluminaba.
     Katia miró a sus colegas a través del largo pasillo de la cabina, y, por los gestos de José Manuel, supo que no habían tenido éxito en su intento de contactar con los pilotos. Decidió entonces ir hasta donde estaban ellos. Allí atrás se sentía muy sola.
     Al ir recorriendo el pasillo, no sin dificultades, como le había pasado antes a su compañero, notó las miradas que muchos viajeros dirigían hacia ella. En sus caras temerosas se denotaba un deseo subconsciente de recibir de alguien de la compañía aérea algunas palabras que pudieran tranquilizarles, como, por ejemplo, que el aparato estaba preparado para resistir estas embestidas y otras mayores. Pero, a pesar de sentir las súplicas silenciosas de los pasajeros, la sobrecargo no dijo nada. Apenas fue capaz de esbozar alguna sonrisa forzada. Ellos no sabían que la situación era, posiblemente, mucho más grave de lo que suponían.
     Al llegar a la altura de sus compañeros, los tres auxiliares se miraron con gesto muy serio.
     —¿No contestan, entonces? —les interrogó Katia—. Porque el intercomunicador no va...
     —No... —respondió José Manuel—. Y he llamado dos veces...
     Sin esperar a más, como si le hubiera dado un pronto, volvió a aporrear la puerta metálica, repitiendo el rito anterior:
     —¡Comandante! ¡Respondan!
     Sólo escucharon el monótono rugido de los motores, junto con el ruido de fondo de la lluvia que, azuzada por vientos muy fuertes, seguía azotando al avión.
     —¿Qué podemos hacer? —preguntó Rosa, timorata—. Si los pilotos han dejado de comunicarse con tierra, y a nosotros tampoco nos contestan, está claro que les ha tenido que pasar algo...
     —Pero nos es imposible entrar en la cabina de vuelo... —se lamentó Katia—. No tenemos la clave...
     —La compañía debe conocerla. Llamemos por el móvil.
     —No —contradijo la jefa de cabina—, la clave se cambia casi en cada vuelo, y solamente la saben los pilotos. Es una medida de seguridad...
     —Entonces, ¿qué hacemos? —expuso José Manuel—. Si estamos volando sólo con el piloto automático, estaremos en el aire hasta que se acabe el combustible... Tenemos que pensar en algo...
     —De momento, vamos a llamar a Madrid —propuso la sobrecargo—. Alertaremos a la torre de control de Barajas que nosotros tampoco hemos podido comunicarnos con los pilotos, que no dan señales de vida... Seguro que se les ocurre algo...
     —Pero, ¿qué les puede haber pasado? —se preguntaba Rosa.
     Ninguno tenía la respuesta.
     Tampoco los responsables del aeropuerto Adolfo Suárez, los cuales, ante el mutismo de los pilotos, se mostraban tan desconcertados y atemorizados como estaban los tripulantes de cabina. El transpondedor estaba enviando un código de emergencia general, pero desconocían la naturaleza del problema. Necesitaban conocer lo que ocurría en la aeronave, pero el escollo insalvable es que no había ningún tipo de comunicación con los pilotos.
     De repente, algún pasajero gritó:
     —¡Dios mío! Pero, ¿qué es eso?
     Otro viajero, que se asomó del otro lado de la cabina, también comenzó a vociferar:
     —Pero, ¿qué demonios es eso? ¿Qué pasa?
     A pesar de las medidas de seguridad que debían seguir manteniendo, toda la gente que pudo se arremolinó en torno a las ventanillas, incluyendo Silvia y su marido, que procuraron molestar lo menos posible a su hijo. Al mirar al exterior, hacia la zona de las alas, sus ojos se abrieron como platos.

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