Miguel Ángel García » Niño dormilón 2
Miguel Ángel García
El niño dormilón
 
Miguel A. García
 
Capítulo 2
 
     Con gran regocijo, el niño se percató de que aquellas cumbres se hacían cada vez más grandes, superando con mucho la altura por la que navegaba el propio avión. Evidentemente, éste, en su ruta, se estaba aproximando a esos cúmulo-nimbos de desarrollo vertical.
     Gonzalo quedó extasiado, porque detrás de la primera, a la que se iban acercando bastante rápido, se veían otras muchas montañas con las formas más variopintas que había visto nunca. Unas se escondían detrás de otras, formando un intrincado laberinto en el cielo.
     Cuando el aparato bordeó el primer gran macizo, le dio la impresión de que la mole poseía vida propia, pues cambiaba de forma continuamente al ser empujada por fuertes vientos ascendentes.
     El muchacho, con la nariz pegada al cristal de la ventanilla y los ojos muy abiertos, no pudo ya contener su desbordante fantasía.
     Comenzó a ver lo que los demás no veían: aquel monte era, en realidad, un imponente castillo, con sus torreones impolutos, y, más allá, un gran caballo blanco salía al encuentro del jinete negro que pretendía conquistar aquella majestuosa fortaleza.
     Los malvados enemigos mandaron también a su dragón de fuego para que ayudara al jinete negro, pero los defensores del fortín se opusieron con gran valentía enviando a la contienda a su dragón blanco, el cual terminó por infringir a aquellos seres perversos una humillante derrota, haciendo que desaparecieran para siempre, difuminados entre las brumas de aquellos profundos y oscuros valles llenos de sombras.
      Cuando la batalla hubo terminado, el rostro apacible y sereno de una mujer apareció en el firmamento, porque el bien había triunfado sobre el mal. Parecía que estaba diciendo unas palabras a los habitantes del cielo, como indicándoles que ella siempre estaría allí para protegerles de los merodeadores que se ocultaban en la oscuridad, en lo más profundo de las sombras que proyectaban las grandes nubes en vaguadas donde nunca daba la luz del Sol.
     Después de más de tres cuartos de hora de vuelo, se oyó la voz del comandante:
     —Señores pasajeros, les rogamos que se sienten y que se pongan el cinturón... Vamos a pasar por una zona de turbulencias... Muchas gracias.
     Silvia y Alfredo se miraron un poco extrañados, no por la orden que habían recibido, sino porque la voz del piloto sonó algo rara. Daba la impresión de que estaba cansado.
     Todos se ajustaron el cinturón, menos Gonzalo, el cual seguía quieto como una estatua. Su madre, que era la que estaba sentada a su lado, le miró sorprendida, y luego le manifestó a su marido:
     —Mira, se ha quedado dormido...
     —¿Dormido? Qué raro... Con lo que le gusta mirar por la ventanilla.
     —Voy a ponerle el cinturón. Pero si no se despierta, dejaremos que duerma... Estará cansado después de tanto ajetreo.
     Alfredo asintió.
     Mientras su mujer cerraba la hebilla, miró a su hijo con ternura mientras pensaba: «¡Qué rápido está creciendo!». Después se percató de que esta era la primera vez que su pequeño se quedaba traspuesto en un avión.
     Y es que, en efecto, a pesar de las maniobras que su madre tuvo que hacer para engancharle el cinturón, Gonzalo, recostado en su butaca, seguía profundamente dormido.

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