Miguel Ángel García » Niño dormilón 1
Miguel Ángel García
El niño dormilón
 
Miguel A. García
 
Capítulo 1
 
     Gonzalo se aburría. Ya no sabía qué hacer para entretenerse. Los controles de seguridad en la puerta de embarque del aeropuerto Heathrow de Londres eran tan exhaustivos como de costumbre, pero la incidencia de la incipiente pandemia del nuevo virus respiratorio, que parecía que ya quería irrumpir en el Reino Unido, complicaba aún más las cosas, alargando las colas.
     Los vuelos se estaban restringiendo, en particular los que tenían como destino, por ejemplo, a España, y Silvia y Alfredo, los padres del inquieto niño, querían volver imperiosamente a su país natal por si se llevaba a cabo el anunciado confinamiento obligatorio.
     Pero había otra razón de mucho más peso. El abuelo Tomás, con algunos problemas crónicos de corazón, había muerto antes de ayer por culpa de ese maldito "coronavirus". Una neumonía fulminante se lo llevó por delante en cuestión de tres días. Estaba muy delicado, pero nadie esperaba este desenlace tan repentino.
     Silvia y Alfredo deseaban abrazar a la abuela, aunque fuese manteniendo la distancia de seguridad de dos metros, y, sobre todo, no querían dejarla sola en estos momentos, ni tampoco después. Ningún allegado pudo despedirse del abuelo Tomás, y ello les causaba una profunda tristeza. Cuando pasase la pandemia, la llevarían a Londres, donde ambos trabajaban, aunque fuese a la fuerza.
     Pero convencer a Amparo de que aceptase irse a vivir con ellos no sería una tarea fácil. A ella le gustaba el pueblo, ahí era feliz con su marido, al menos hasta ahora. No concebía vivir en una gran ciudad, y menos en una en la que todos hablaban un idioma raro del cual ella no entendía nada.
     Por fin pasaron a la sala de espera donde el conjunto de pasajeros aguardaba hasta que recibieran el aviso para embarcar en el avión. A través de la megafonía, en inglés, se les conminaba a mantener entre ellos una mínima distancia de seguridad personal, pero lo cierto es que se hacía algo difícil cumplir la recomendación, porque había bastante gente, algunos con mascarilla.
     Era normal que Gonzalo, a sus once años, estuviera impaciente por subir al aparato. Ya había volado más veces a la tierra de sus abuelos, pero para él, mirar por la ventanilla siempre le resultaba excitante. Pegándose al ventanuco todo el rato, no se cansaba de escudriñar cada nube y, en caso de que el día estuviese despejado, cualquier detalle que se vislumbrase en el suelo. Lo único que le aburría era el mar y su inacabable monotonía.
     Tras veinte minutos, llamaron a los pasajeros para embarcar. El vuelo salía con algo de retraso. Tras presentar el tique y el carnet de identidad, los viajeros fueron ocupando con calma sus respectivos asientos. Cuando hicieron lo propio Gonzalo y sus padres, aquél se sentó, por supuesto, en el asiento de la ventanilla. Su madre limpió con diligencia el cristal con un pañuelo de papel humedecido con alguna sustancia desinfectante. El día estaba bastante nublado, así que el pequeño se las prometió muy felices ante su eventual aventura entre los copos de algodón.
     El aparato despegó sin problemas y se elevó majestuosamente hacia el cielo. No tardó en atravesar los primeros cúmulos nubosos ante el regocijo del chico. En su ascensión, de súbito atravesó un nimbo oscuro, y los torbellinos de las puntas de las alas formaron dos vórtices que al niño se le antojaron que eran los grandes ojos amenazadores de algún ser maligno del cual tenían que escapar.
     Al llegar a la altura normal de crucero, sonó una suave campanilla electrónica avisando de que ya podían quitarse los cinturones de seguridad. Esto lo aprovechó Gonzalo para acomodarse mejor en su asiento y poder observar así mejor aquel mar de nubes con la máxima comodidad.

Ver la grabación en vídeo que hizo Gonzalo.
     Los deseos del muchacho parecía que se estaban cumpliendo. No pasaron muchos minutos sin que se divisase a lo lejos unas densas masas caliginosas que daban la impresión de que se extendían hasta el infinito. No tardó en sacar su teléfono móvil y realizar una rápida grabación.
     Por encima de esa nebulosidad destacaban unos nubarrones enormes que se elevaban sobre el resto como si fueran montañas imponentes. Gonzalo deseaba ir hasta allí y comenzar a dar vueltas en su derredor, tratando de buscar con su imaginación algún secreto oculto en sus entrañas, tal vez escondido por gigantes en un mundo recóndito que era imposible de ver desde el suelo para las personas humanas.

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