Miguel Ángel García » Niño del escaque 4
Miguel Ángel García
El niño del escaque
 
Miguel A. García
 
Capítulo 4
 
     Llegaron las esperadas jornadas del Campeonato, y éste se desarrolló según los cánones previstos. Ante la perspectiva de un gran espectáculo final, todos los jugadores estuvieron de acuerdo en no emparejar a "Franc" con Eduardo, siempre que hubiera una igualdad en la puntuación de los contrincantes implicados, para que nadie se sintiera especialmente perjudicado. Al árbitro oficial esto no le pareció nada ortodoxo, pero como vio que todos remaban en la misma dirección, como timonel decidió mantener el mismo rumbo.
     Las partidas resultaron muy largas para las tendencias actuales: cada jugador tenía dos horas para hacer cuarenta jugadas, más media hora para rematar, y en casi todos los casos se apuraron los tiempos.
     Fueron ganando los jugadores tradicionalmente más fuertes, y tanto Eduardo como el candidato a Maestro se mantenían empatados, domingo a domingo, con la máxima puntuación posible al haber conseguido todos sus puntos.
     Por fin, tal como todos estaban deseando, llegó lo que muchos consideraban como la "gran final", a pesar de que se trataba de una liguilla. Pero habían diseñado el torneo para que tal eventualidad pudiese ocurrir. Con el consenso de todos, se reservó un domingo solamente para esta partida.
     El juego comenzó con una gran cantidad de aficionados congregados alrededor de la mesa de ambos contendientes, guardando el imperativo silencio. También acudieron los padres de Eduardo, tal como hicieron todos los domingos que duró el torneo, pero procuraron situarse, como siempre hacían, en un lugar discreto para no poner nervioso a su hijo.
     En una sala contigua se dispuso un tablero magnético gigante para ir analizando los diferentes momentos críticos de la partida.
     Durante la apertura, ambos rivales se mostraron tranquilos, moviendo con regularidad, pero, al comenzar el juego medio, en el rostro de Eduardo, que le tocaba jugar con las piezas negras, comenzó a esbozarse una leve sonrisa, que pasó inadvertida para casi todos. Santiago, su principal entrenador, se percató de ello, y no supo si alegrarse o preocuparse: «Tiene un plan...», pensó, con acierto, «Pero no debe confiarse... "Franc" es muy fuerte, y si descubre sus cartas demasiado pronto, puede tener problemas. Debe ser prudente y tener paciencia...».
     Tras una docena de jugadas muy precisas por parte de ambos bandos, parecía que se avecinaban unas posibles tablas, pero, después de algo más de tres horas de partida, las negras hicieron, ante la sorpresa general, un movimiento inopinado: sacrificaron su dama por la pareja de alfiles de su rival.
     Un murmullo recorrió la sala, y en el tablero de análisis comenzaron a llover las conjeturas. Empero, la sonrisa del niño no había desaparecido, sino que se había acentuado.
     Su madre supo que algo había pasado, y comentó a su marido:
     —No sé si ganará o no, pero, por su cara, parece que se está divirtiendo... No le veo para nada preocupado...
     —Ya sabes que a él no le importa perder... —contestó él—. Lo único que desea es jugar lo mejor posible y aprender de los que saben más que él.
     Lo que sus progenitores ignoraban es que su hijo, desde hacía ya algún tiempo, había dejado atrás esa fase. Ahora estaba en otro estadio, llevando el juego a otra dimensión.

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