Miguel Ángel García » Niño del escaque 2
Miguel Ángel García
El niño del escaque
 
Miguel A. García
 
Capítulo 2
 
     Eduardo era un niño de lo más normal. En los recreos jugaba como uno más y en clase también hablaba demasiado, como los demás. Más de una vez tuvieron que llamarle la atención. Pero siempre era respetuoso y educado.
     Al estrenarse en Primaria, se apuntó a un taller de ajedrez que el Centro estableció como una posible actividad extraescolar. Durante el curso siguiente, al comprobar sus padres que este juego, no solamente le gustaba, sino que, según les decían en la escuela, además se le daba muy bien, decidieron llevarlo a la Escuela de Ajedrez que había en la ciudad, cuyas clases impartían unos cuantos entusiastas de este deporte.
     Aquí pronto se quedaron maravillados de las dotes innatas del niño. A sus siete años casi recién cumplidos, no hizo falta recordarle el valor potencial de las piezas según la posición o los principios básicos de la apertura. Ya era capaz de jugar partidas "formales" y de resolver problemas donde se obtenía una ventaja sustancial. Los "jaque mate" en dos o tres jugadas no tenían ningún secreto para él.
     En casa, sus progenitores solían verle a última hora del día con el tablero en la mano, siempre después de hacer los deberes. No les importaba, porque sus notas escolares eran buenas, pero no veían con buenos ojos que trasnochase pensando en aperturas o finales. En muchas ocasiones, cuando iban a arroparle, le encontraron dormido en su cama con el damero magnético en las manos.
     Una vez su madre entró en su habitación por si se había destapado, y se quedó sorprendida al ver que aún no dormía. Después de recriminarle que estuviera despierto tan tarde, le preguntó mientras le recolocaba la colcha:
     —¿Y quién gana? ¿Tú o tú?
     Todas las piezas de ajedrez estaban en el tablero, pero no en sus casillas de origen, sino conformando cierta posición.
     Eduardo, con toda la naturalidad, contestó:
     —Estamos igualados. Si se juega bien, ninguno de los dos bandos puede ganar...
     Su madre asintió.
     Entonces el crío cogió una pieza y se la mostró mientras le contaba una confidencia:
     —Mira, mamá. Este es el "dragón".
     —¿El "dragón"? ¿Existe esa pieza en el ajedrez?
     —¡Pues claro! Mueve como una "torre", pero también tiene los poderes del "jinete nocturno"...
     Su madre no entendía gran cosa. Se maravillaba de la gran imaginación de su hijo.
     —¡Pero qué me estás contando! Vaya divertido que es este juego... ¿Y qué hace el "jinete nocturno", cariño?
     —Salta cuanto quiere, hasta que le ordenes que pare...
     —¡Ah!
     —Pero a mí quien más me gusta es el "arzobispo"...
     —¿El "arzobispo"?
     —Sí... Pasa desapercibido, pero, como te descuides, te machaca...
     —¿Y qué hace?
     —Lo mismo que el "alfil" y el "caballo"...
     —¡Vaya! Pues a mí la pieza que más me gusta es la "dama"...
     Su madre hizo ademán de querer cogerla del tablero que su hijo tenía encima de la cama, pero él la detuvo, haciéndole ver su error:
     —¡Mamá, esa no es la "reina"! Es la "emperatriz"...
     —¿Qué? ¿No es lo mismo?
     —¡Claro que no! La "emperatriz" va a caballo...
     La madre de Eduardo dedicó a su hijo una cálida sonrisa. No podía comprender cómo, con tanta fantasía, podían aún tener cabida en su cabecita las reglas y las complicadas jugadas del ajedrez real.
     Dándole un beso, le recogió el pequeño tablero y lo depositó en la mesa de estudio, mientras le deseaba un feliz sueño:
     —Y ahora a dormir, que mañana no habrá quien te levante... Te quiero.
     —Yo también te quiero a ti, mamá.
     —Buenas noches... —le dijo, saliendo ya de su habitación.
     Lo que su madre ignoraba es que no le hacía falta para nada el ajedrez magnético para seguir con su partida de ajedrez.

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