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| Miguel A. García |
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| Capítulo 10 (final) |
| Tras esta explosión de emociones, la señora Paulina, siempre muy echada para adelante, reaccionó y se repuso lo suficiente para decirles: —Pero por qué lloro... No debemos estar tristes... Hoy es un día alegre. Es el día de tu boda, Carlos... Y sé que tu padre está aquí, mirándonos... Lo sé... Y dirigiéndose a su invitada, siguió diciendo: —Ana, él no te ha traído hasta aquí... Has sido tú quien lo ha traído a él... Después cruzó la mirada con su marido, y ambos la sostuvieron como si guardasen un secreto. —Antonio, perdóname... Cuando hace años me contaste lo que habías visto en la carretera, no te creí... Pensé que te lo habías inventado para consolarme... —Pero, ¿qué es lo que viste? —preguntó la hermana mayor, intrigada—. No sabíamos nada... Su padre, tomándose un respiro, les narró entonces una vivencia que le había sucedido hacía unos veinte años. Al dirigirse al pueblo, en una noche despejada, pero sin Luna, un personaje le salió al paso en la carretera. —Parecía que me hacía gestos para que no fuese tan deprisa... Al acercarme me quedé helado, porque parecía el vivo retrato de tu padre, al que yo llegué a conocer personalmente... Al pasar a su lado, me dio la impresión de que me sonreía... Paré, pero cuando bajé del coche y miré hacia atrás, allí no había nadie. Por más que estuve mirando, no vi a nadie... Durante unos segundos todos guardaron silencio, tratando de asimilar el relato. —¡Vaya! —exclamó la hija menor—. En la pandilla siempre habíamos oído rumores de alguien que se aparecía en la carretera... Unos decían que si era una mujer y otros que se trataba de un hombre... Ninguno nos creíamos nada... Ahora resulta que quien se aparece es nuestro otro padre... Es increíble... Este comentario tuvo el efecto de relajar y calmar los ánimos. —Vosotras no vayáis contando nada por ahí —les ordenó su madre—, que os conozco... La reacción de ambas fue abrazarla, y también a su padre. Dirigiéndose a su mujer, Antonio dijo: —Él ha estado siempre con nosotros... —Sí... —ratificó ella—. De algún modo, siempre lo he sabido, aunque, en su momento, no te creyera mucho a ti... Limpiándose la humedad de los ojos, la señora Paulina, siempre dinámica, se dispuso entonces a poner orden: —Venga, estamos de fiesta... Carlos, todo el mundo está esperando que les lleves la bebida... Y vosotras, niñas, a llenar de vasos el lavavajillas... Después se dirigió a Ana: —Tú, cariño, no te preocupes de nada. Hoy dormirás arriba. Te hemos hecho hueco en una habitación... Estarás cansada, pero te pido que vengas un rato con la juventud... No sé si tendrás muchas ganas de bailar, pero queremos que nos acompañes un poco en esta celebración... Mañana se encargarán de traer tu coche. Todo va a salir bien... «Todo va a salir bien...», repitió Ana para sus adentros. «Es lo que me repitió Carlos en todo el camino... De hecho, fue la última frase que pronunció». La joven conductora se percató de que la estaban atendiendo con todo mimo. Se estaba cumpliendo todo lo que su joven benefactor le había dicho. Realmente no la había traído sólo hasta el pueblo, sino que la había llevado hasta su propia casa, precisamente el día en que se casaba su hijo. Pero tenía muchos interrogantes cuyo solo planteamiento le daba escalofríos. «¿Cómo he podido trasladarme hasta aquí en un coche que no existe, con un conductor que falleció hace casi treinta años...? Claro, por eso el coche no tenía nieve acumulada... Tampoco oí el motor cuando llegó... Ni tampoco le vi marcharse cuando me abrió la señora Paulina... ¿Y si he venido andando y todo han sido imaginaciones mías? Pero, ¿qué estoy diciendo?». Ella no creía en estas cosas..., hasta ahora. |
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