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| Miguel A. García |
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| Capítulo 9 |
| Durante un pequeño rato, reinó el silencio, hasta que Carlos, extrañado, dijo: —Cómo que yo te he traído... Pero si te acabo de conocer... Y, evidentemente, no me he movido de aquí... Como nadie hablaba, su desconcierto fue en aumento: —¿Qué pasa aquí? Finalmente, la señora Paulina, que es quien más guardaba la compostura, quiso recapitular: —Bueno, vamos a calmarnos... ¿Dices, entonces, que el que te trajo hasta aquí en su coche es Carlos? Antonio, su marido, permanecía en el fregadero muy serio. Nadie se percató de que había palidecido ligeramente. Por su parte, ambas hijas se habían quedado con cara de papanatas. Ana, que no entendía nada, se ratificó en su afirmación: —Sí, me trajo él... No comprendo... La bonachona mujer la miró a los ojos, y, entonces, tuvo un pálpito. Con el rostro muy serio, le pidió: —Espera un instante... A los pocos momentos regresó con su cartera y extrajo una fotografía que tenía ya unas cuantas arrugas. Al enseñársela a la joven, no pudo evitar que le temblasen algo las manos. —¿Es este quien te trajo hasta aquí? Ana no lo dudó un instante: —Sí, claro... —confirmó, mirando al novio—. Es Carlos... —¡Dios mío! —exclamó entonces la buena señora, que tuvo que sentarse porque notaba que le fallaban las piernas. Antonio se acercó y le preguntó con voz algo temblorosa: —¿Qué coche era el que traía? —La verdad es que no me fijé mucho. No entiendo de marcas... Y todo estaba muy oscuro... Pero era granate, o eso me pareció a la luz de las farolas... Parecía un coche antiguo... Antonio hizo levantar a su mujer de la silla y la abrazó, mientras a ambos se les saltaban las lágrimas. Al mismo tiempo, las dos jovencitas, hijas del matrimonio, y su otro hijo, Carlos, se quedaron impávidos, sin reaccionar, porque no eran capaces de asimilar lo que significaba todo aquello. Durante un buen rato reinó el silencio, sólo roto por la bulla que venía del bailoteo del salón. Por fin, Ana se atrevió a preguntar: —Pero, ¿qué es lo que pasa? La señora Paulina, con lágrimas en los ojos, se zafó de su marido, y le hizo una revelación: —Esta foto que has visto es de mi primer marido... Murió hace veintisiete años, precisamente en un accidente de coche... Conducía uno como el que has descrito... Estábamos casi recién casados... Se salió en una curva, en una noche que no paraba de nevar, como hoy... Su hijo acababa de nacer, y venía a casa después del trabajo... Tuve un parto muy rápido y nació aquí mismo, en esta casa. El pobre no llegó a conocerle... Ana no sabía qué decir. Todo aquello la estaba superando con creces. —¿Es que no te das cuenta, Ana? Quien te ha traído hasta aquí es mi primer marido, mi querido Carlos... A su hijo le puse el mismo nombre... Ambos se parecen mucho... La buena mujer abrazó a la joven, y, sin poderlo evitar, se puso a llorar a lágrima viva. A ellos se unió Antonio, que también estaba emocionado. Los hijos se quedaron mirando, más sorprendidos que compungidos, esperando a que se calmaran los sentimientos. Mitigados los ánimos, enseguida se acercó Carlos, el primogénito, y abrazó fuertemente a su madre, tratando de consolarla. De repente, se abrió la puerta de la cocina y se asomaron dos amigos de Carlos, con la intención de saber por qué tardaban tanto las bebidas. Al ver la escena, se quedaron parados, totalmente desconcertados. —No pasa nada... —les aclaró Carlos—. Mi madre es muy sentimental, y está emocionada con la boda... Ellos quedaron satisfechos con las explicaciones, y, respetuosos, retornaron a la celebración. Bajo esta inopinada perspectiva, la viajera accidentada empezaba a entender ahora algunos detalles de todo lo que había vivido desde que fue rescatada. Pero lo que imaginaba era demasiado fantástico para poderlo creer. Sencillamente, no podía ser... |
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