Miguel Ángel García » Chico curva 8
Miguel Ángel García
El chico de la curva
 
Miguel A. García
El chico de la curva
 
Capítulo 8
 
     Al cabo de un rato regresó la señora Paulina, mientras su marido se fue al salón a recoger vasos vacíos.
     —Ya tienes todo preparado... —le dijo ella al llegar.
     —Gracias...
     Entonces, la hermana mayor comentó:
     —Dice que la ha traído alguien llamado Carlos, que conoce muy bien el pueblo...
     La buena mujer se quedó unos momentos mirándolas, como si no hubiera estado atenta a lo que le habían dicho. Después, como percatándose de sus palabras, frunció algo el ceño, y se dirigió a la invitada, como queriendo confirmar tal eventualidad:
     —Dices que te ha traído un tal Carlos... Y que conoce bien el pueblo...
     Ana, que no entendía muy bien a qué venía todo aquello, contestó con toda naturalidad:
     —Bueno, me dio la impresión de que lo conocía, porque supo meterse sin problemas por todas las calles hasta llegar hasta aquí...
     —Pero, ¿por qué no se ha quedado?
     —Me dijo que tenía que irse, que no podía quedarse... No me dio ningún detalle más... En cuanto vio que alguien me abría la puerta, se marchó...
     —Pues sí que se marchó deprisa, sí... —consideró la señora Paulina—, porque cuando abrí la puerta, no vi ningún coche...
     En estos momentos entró Antonio en la cocina con una bandeja llena de vasos en equilibrio inestable, pero, con la maestría que da los años de experiencia, los depositó intactos en la parte de la encimera que cubría el lavavajillas. Luego anunció a la invitada:
     —Viene el novio a conocerte... Y de paso a coger otra botella...
     —¡Marido, papá...! —corrigió, con una amplia sonrisa, la hija menor.
     —Eso, marido... Es que no me hago aún a la idea de que esté casado...
     Mientras tanto, la señora Paulina había echado un poco de cierto licor en un vaso pequeño, y se lo ofreció a Ana mientras se acercaba a ella:
     —¿Qué tal la cena? Toma esto, te entonará y te ayudará a hacer la digestión...
     Ana no pudo rechazar tanta amabilidad, y, levantándose para corresponder a su anfitriona, cogió el chupito, pero no estaba segura de que fuese a beber su contenido.
     Justo en estos momentos se volvió a abrir la puerta de la cocina y entró alguien muy bien vestido, con pantalón de traje y una camisa blanca impoluta. Con el aire alegre del que se está divirtiendo de lo lindo, inquirió:
     —¿Dónde habéis metido la bebida? Estamos secos...
     Venía jadeando algo por la agitación de la pachanga que ya duraba algunas horas.
     En este instante, Ana dejó caer el vaso al suelo, estupefacta. Dio un paso atrás, chocándose con una silla, al mismo tiempo que su rostro perdía algo de color. No podía dejar de mirar al hombre que acababa de entrar.
     Todos se percataron de su desconcierto.
     —¿Qué te ocurre, cariño? —le preguntó la señora Paulina— ¿No te encuentras bien?
     Por un momento llegó a sospechar que, efectivamente, el vaso de vino no le había sentado bien.
     La muchacha tardó un tiempo en reaccionar. Al final balbuceó:
     —Es él... Es Carlos...
     —¡Pues claro que es Carlos! —confirmó la señora Paulina, confundida por la actitud de Ana—. ¿Quién va a ser si no...? Es mi hijo...
     —Pues sí, soy Carlos... —confirmó el aludido, risueño, que no entendía que todo el mundo hablase de él como si no estuviera presente—. El mismo que viste y calza... Y tú debes ser la nueva...
     —Él es quien me recogió y me trajo en su coche hasta aquí... —afirmó Ana.
     —¿Cómo dices?

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