Miguel Ángel García » Chico curva 7
Miguel Ángel García
El chico de la curva
 
Miguel A. García
El chico de la curva
 
Capítulo 7
 
     La señora Paulina pronto se percató de la pintoresca escena y de la turbación de la muchacha, así que rápidamente informó a la concurrencia de las peripecias de la accidentada.
     —Bienvenida al festejo... —dijo alguien.
     Antes de que los asistentes comenzasen a incordiarla preguntándole por los detalles de su odisea, Paulina se dirigió a la joven, y le preguntó:
     —¿Tienes hambre?
     Sin darle tiempo a contestar, la conminó a acompañarla:
     —¡Claro que tienes hambre! Ven conmigo...
     Una vez en la cocina, le presentó a un hombre que ya peinaba canas y a dos chicas muy jóvenes que estaban terminando de fregar la vajilla.
     —Es mi marido, y estas son nuestras hijas...
     Y luego, dirigiéndose a los tres, les aclaró los motivos de la presencia de la joven desconocida.
     —Encantada...
     —Mucho gusto... —correspondió el hombre—. Espero que se encuentre usted bien...
     La regenta del establecimiento le rogó entonces que se sentase junto a una mesa bastante alargada.
     —Te pondré algo caliente. Es lo que necesitas... En una boda siempre sobra demasiada comida...
     Una vez puestos un par de platos humeantes, le llenó un vaso de vino, sin pedirle ningún tipo de permiso o parecer, mientras le recomendaba:
     —Bébetelo sin problemas. Hará que tu cuerpo reaccione... Es casero y muy sano. No se sube a la cabeza.
     En principio, el estrés le estaba solapando las ganas de comer, pero ante tanta amabilidad, Ana sólo pudo decir:
     —Gracias... Muchas gracias.
     Una vez atendida, le dijo a su marido:
     —Venga, Antonio, ayúdame... Vamos a acondicionar una habitación para nuestra invitada.
     Después, mirando a sus atareadas hijas, les pidió:
     —Cuidádmela...
     Y sin más dilación, ambos desaparecieron tras la puerta de la cocina.
     Al quedarse a solas, ambas chicas no tardaron en atosigar a Ana haciéndole multitud de preguntas sobre lo que le había sucedido. Ésta se lo contó con todos los detalles que aquéllas iban demandando.
     Al final, la mayor comentó:
     —Pues has tenido que pasarlo muy mal, con esta noche de perros... Yo me habría cagado...
     La accidentada, sonriendo, asintió.
     Entonces, la otra muchacha le hizo un comentario trivial:
     —¿Y cómo habéis encontrado el bar? Para quien no conoce el pueblo, no es fácil llegar hasta aquí...
     A la joven, la respuesta se le antojó sencilla:
     —Carlos, el que me recogió en la carretera y me trajo hasta aquí, conocía bien el pueblo...
     —¿Carlos? ¿Qué Carlos? ¿Y dónde está? ¿En el salón?
     —No, al final se fue...
     —¿Que se fue? Pero, ¿no ha venido contigo?
     Ana entendía su reticencia. Lo normal es que su benefactor, al ser del pueblo, se hubiese quedado. Les aclaró:
     —Se marchó enseguida. Se fue nada más llamar yo a la puerta... Me dijo que no podía quedarse.
     —Y dices que conocía bien el pueblo... —planteó la hermana mayor—. ¡Qué raro! Porque por estos lares sólo conocemos a un Carlos, nuestro hermano, el novio... Bueno —corrigió, sonriendo—, ahora ya marido...
     La joven accidentada estaba algo confusa. No sabía qué querían decir... Pero lo cierto es que los efluvios que emanaban de esa sopa le abrieron el apetito, y poco a poco, mientras hablaban, terminó también por comerse el pescado. La verdad es que se sentía a gusto con estas personas. Sin darse apenas cuenta, el vino de su vaso había desaparecido.

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