Miguel Ángel García » Chico curva 6
Miguel Ángel García
El chico de la curva
 
Miguel A. García
El chico de la curva
 
Capítulo 6
 
     Desde que entraron en el pueblo, Carlos no había vuelto a hablar. Ella quiso respetar su silencio. Quizás estaba concentrado, buscando el mejor camino. Al pasar bajo la débil luz de una de las farolas pudo contemplar por primera vez con detalle el rostro de su joven héroe, y, al verle, no pudo por menos que exclamar:
     —¿Te encuentras bien? Te veo algo pálido...
     —No te preocupes. Estoy bien... Mira. Ya hemos llegado...
     El coche paró en una especie de plaza irregular, iluminada por cuatro farolas que pretendían estar equidistantes. La plazoleta tenía a un lado una antigua fuente de piedra, a modo de pequeño monolito, que soltaba un pequeño chorro de agua en un pequeño estanque semicircular. En el lado contrario se adivinaba lo que bien podría ser un bar, por sus amplios ventanales que aún dejaban entrever una cálida luz blanquecina a través de sus cortinas.
     Una vez detenidos, Carlos le dijo, señalando la cafetería:
     —Llama fuerte. Te atenderán...
     Ana, pensando que él le iba a acompañar, le dijo:
     — Pero, tú no...
     —Yo no puedo quedarme. Tengo que irme...
     Ante el pequeño desconcierto de la joven, Carlos le dedicó una sonrisa mientras la volvía a calmar
     —Todo saldrá bien...

     Volviendo a darle las gracias por todo lo que había hecho por ella, Ana bajó del auto y se dirigió hacia la puerta del establecimiento. Al llegar, llamó con los nudillos, pues no vio timbre alguno. Pasado un ratito, como parecía que nadie abría, volvió la cabeza hacia el coche que seguía parado en el mismo sitio. Entonces recordó lo que le dijo Carlos: «Llama fuerte».

     Así lo hizo ella, y a los pocos momentos la puerta se abrió, apareciendo una mujer de unos cincuenta años, de apariencia bonachona. Al ver a la joven desconocida, tiritando de frío, se quedó muy sorprendida:
     —Hola, cariño... ¿Quién eres? ¿De dónde sales? ¿Qué haces por aquí tú sola a estas horas?
     —No he venido...
     Ana iba a contestar que no había venido sola, pero cuando se dio la vuelta para señalar el coche de Carlos, allí no había nadie. «¡Qué rápido se ha ido! Ni le he oído...», pensó. Entonces rectificó sus palabras, para tratar de dar unas explicaciones más detalladas:
     —Verá... Tuve un pequeño percance en la carretera, a unos kilómetros de aquí. Patiné y me salí hacia la cuneta... No pasó nada, pero me quedé atascada... Al final, un coche me recogió y me ha traído hasta aquí...

     La buena señora, que a la postre era la dueña del bar, miró en derredor, y se extrañó al no ver ningún vehículo.
     —Se acaba de ir ahora mismo... —dijo Ana al ver la perplejidad de la mujer.
     —Bueno, pasemos para adentro, que nos vamos a helar... Te he oído llamar a la puerta por casualidad, porque aquí tenemos mucho bullicio... Por cierto, ¿cómo te llamas?
     —Soy Ana.
     —Yo me llamo Paulina... Te extrañarás que a estas horas tengamos aquí tanta bulla y tanta música... Estamos de celebración. Hoy hemos tenido una boda... Se ha casado precisamene mi hijo... En los pueblos pequeños como este, un casorio es algo importante y lo celebramos todos por todo lo alto...
     La joven asintió con una sonrisa.

     —Estás un poco empapada... Lo mejor será que te cambies de ropa para que entres en calor lo antes posible. Vamos a ver qué encontramos por ahí...
     A los pocos minutos, Ana parecía otra. La mujer le proporcionó una indumentaria adecuada que pertenecía a una de sus hijas, mientras le comentaba:
     —A ella no le importará...
     También le compuso rápidamente el pelo con el secador eléctrico.
     Al fondo del pasillo había una gran sala que hacía tanto las veces de comedor, si era requerido, como de salón de baile, como era el caso. De ahí provenía una alegre música y mucho ruido de algarabía.
     En un lateral había instalada una barra de madera para servir las bebidas. Los que no se divertían bailoteando, estaban apoyados en la barra, charlando a grandes voces.
     Invitada por la señora Paulina, Ana entró en la estancia, a pesar de las reticencias que opuso la joven. Pero, hasta que no acabase la fiesta, no podría acomodarla debidamente en una habitación.
     Al entrar, todos los chicos de la barra se quedaron mirándola, extrañados y obnubilados. A los pocos momentos, hasta los improvisados danzarines y bailarinas se pararon para verla. Todos se preguntaban de dónde había salido esta joven tan guapa que, evidentemente, no era del pueblo. Ana se sintió muy cohibida, como si, en una película del "Viejo Oeste", fuese la forastera haciendo una entrada estelar en el gran "saloon", atrayendo todas las miradas de los presentes.

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