Miguel Ángel García » Chico curva 5
Miguel Ángel García
El chico de la curva
 
Miguel A. García
El chico de la curva
 
Capítulo 5
 
     Ana, que seguía un tanto intimidada, se esforzaba en querer mantener una conversación:
     —No sabrás si en el pueblo puede haber algún lugar para alojarme...
     El joven, sin dejar de mirar la carretera, por la que circulaba a una velocidad moderada, le contestó, con prontitud:
     —No, no hay ningún alojamiento, pero cualquier vecino te dará cobijo esta noche... Todo irá bien...
     —Pero ya pasa de la una y media de la madrugada... Estarán todos durmiendo...
     —¡Qué va! No. Al contrario... Encontrarás a muchos despiertos...
     La mujer se mostró muy sorprendida. «Cómo van a estar despiertos a estas horas...», pensó. Y, mirando de soslayo a su benefactor, exteriorizó sus pensamientos:
     —¿Despiertos? ¿A estas horas...?
     —Sí... —contestó tranquilamente el conductor que la llevaba hacia la civilización salvadora—. Hoy han celebrado una boda, y muchos están aún celebrándola en el baile que han montado en el salón del único bar que hay.
     Ana seguía algo desconcertada por todas las cosas que sabía Carlos... Bueno, bien podía haber participado en el evento, y haberse ausentado por cualquier motivo. Ahora estaba regresando... Por lo visto, seguía buscando cinco pies al gato... Tres pies... «¡Qué absurdo!», se dijo a sí misma mientras sonreía para sus adentros.
     El hombre debió percatarse de la mueca de sus labios, pues le preguntó:
     —¿Por qué sonríes?
     La joven sintió cierta turbación al percatarse de la perspicacia de su acompañante. Titubeando, y sin que se le ocurriera otra cosa, tuvo que decirle la verdad:
     —No... Por nada en particular... Estaba pensando en lo tonto que es buscarle tres pies a un gato...
     —Sí, tienes razón... Lo más lógico, si quieres expresar que no hay que complicar lo sencillo, es que no busques cinco pies a un gato...
 
     Era asombroso... Parecía que aquel chico le estaba adivinando el pensamiento...
     Carlos continuó diciendo:
     —¿Has leído el Quijote?
     A Ana la pregunta le pilló desprevenida.
     —¿El Quijote? Sí... Bueno, una versión reducida... ¿Por qué lo preguntas?
     —Porque fue en el Quijote donde Cervantes reinventó el refrán. Lo pasó de cinco patas a tres...
     —No tenía ni idea...
     —Ya ves... Fue una de las ingeniosas locuras del hidalgo... ¿Y sabías que los franceses a quien buscan los cinco pies es al carnero?
     —No...
     Hubo un momento de silencio, mientras Ana iba dándose cuenta de que su contertulio poseía cierta cultura, y de que, a la postre, no era tan reservado como parecía al principio.
     Entonces Carlos le dijo, siempre sin dejar de mirar la carretera:
     —¿Estás ya más tranquila?
     —Sí... Muchas gracias. No sabes cómo agradezco tu ayuda...
     —No tiene importancia... Ya estamos llegando...

     La joven, en efecto, se había calmado bastante. No se había percatado hasta ahora de lo nerviosa que había estado. Parece que esta conversación sobre refranes, aparentemente insulsa, le había hecho olvidar un rato sus penurias, serenándola. Le dio la impresión de que Carlos lo había hecho adrede para tal propósito.
     Al cabo de un par de minutos, se toparon con las primeras luces del pueblo, en mitad de la persistente nevisca.
     El joven piloto maniobró el vehículo con soltura, recorriendo con seguridad algunas callejuelas de la villa. Parecía evidente que conocía sus vericuetos, así que Ana concluyó que Carlos era oriundo del lugar.

     Todas las calles por las que pasaban estaban desiertas, apenas iluminadas por viejas farolas de una cansina luz amarillenta, colocadas estratégicamente para guiar al caminante. Parecía un pueblo fantasma, y Ana empezó a sentir cierto resquemor.

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