Miguel Ángel García » Chico curva 4
Miguel Ángel García
El chico de la curva
 
Miguel A. García
El chico de la curva
 
Capítulo 4
 
     No podría decir cuánto tiempo había transcurrido, pero, de súbito, unos golpes en el cristal la sobresaltaron. En ese instante la joven vio el rostro de un hombre muy pegado al suyo y, dando un grito, se separó con violencia de su portezuela, haciéndose algo de daño con la palanca del cambio de marchas.
     Durante unos segundos ambos se miraron.
     El hombre del exterior volvió a dar unos toques en el cristal con los nudillos de los dedos, mientras parecía que le decía algo.
     Ana no le oía, y estaba confusa, pero poco a poco fue reaccionando. No se lo podía creer, pero alguien estaba tratando de ayudarla. Sin embargo, no había visto el reflejo de las luces de ningún coche ni había oído el ruido de ningún motor. Se dio cuenta entonces de que, pese a sus buenos propósitos, había terminado por quedarse adormilada. Miró entonces al hombre del exterior con ojos de agradecimiento, y, de inmediato, abrió la puerta.
     Una ráfaga del frío aire de la noche le golpeó el rostro, mientras el desconocido, en un tono calmado, le rogaba:
     —Vamos, no puedes quedarte aquí... Te llevaré hasta el pueblo.
     Entonces es cuando vio, tras el hombre, la borrosa silueta de otro coche detenido a su altura, con las luces encendidas.
     —Gracias... —dijo ella, mientras quitaba la llave del contacto.
     Todo quedó a oscuras, y entonces se apresuró a encender la linterna que había dejado en el compartimento de su puerta. Salió rápidamente y, con manos nerviosas, cerró el coche con el mando a distancia de su llavero. Cuando se dio la vuelta, el hombre ya tenía abierta la puerta delantera de su vehículo para que ella entrase. Mientras lo hacía, ayudada por el débil halo de su lámpara, no pudo dejar de percatarse de que el coche apenas tenía acumulados unos pocos copos de nieve. Le extrañó, pues estaba nevando copiosamente.
     No pudo evitar sentir cierta aprensión por el hecho de subirse al coche de un desconocido en mitad de ninguna parte en una noche tan intempestiva como esta. Pero no tenía otra opción.
     Sin embargo, sus recelos iniciales pasaron pronto. Nada más cerrar su portezuela, lo primero que sintió Ana fue la buena calefacción del vehículo. La excelente temperatura que había en su interior la reconfortó pronto y, de entrada, hizo que se sintiera más a gusto.
     Parecía que el hombre se había dado cuenta de su bienestar, pues le comentó:
     —Estabas aterida... Debes entrar en calor lo antes posible.
     Al iniciar la marcha, Ana echó un rápido vistazo a su benefactor. Pudo confirmar, en medio de la penumbra del interior del vehículo, que era un chico muy joven, de unos veinte años. Enseguida, al mismo tiempo que le miraba de reojo, quiso volver a agradecer su gesto:
     —Gracias... Muchas gracias.
     —De nada —correspondió él, sin girar la cabeza para mirarla—. No te preocupes... En un ratito llegaremos al pueblo.
     Ana pudo entrever que le sonreía amablemente, y se sorprendió algo al oír la voz tan calmada de su interlocutor. Más tranquila, no pudo evitar suspirar, como cuando te quitas de encima un gran pesar, y, deseando comportarse con la máxima cortesía, quiso presentarse:
     —Me llamó Ana.
     —Soy Carlos.
     Le dio la impresión de que su salvador era un hombre tranquilo, aunque, al parecer, también poco hablador.
     —Te agradezco muchísimo tu ayuda... He derrapado y el coche se salió de la carretera...
     —Lo sé... No te preocupes.
     Este comentario la dejó algo desconcertada. Era evidente que ella había sufrido un percance, y la prueba estaba en su querido coche "aparcado" en la cuneta. Pero la forma en que él lo dijo... «Podía haber dicho: "Sí, ya me he percatado..." o algo así», pensó, «pero ha hablado como si ya lo supiera de antemano...».
     Todos estos pensamientos pasaron en décimas de segundo por la mente de Ana. Concluyó que el estrés por el que estaba pasando le hacía buscar tres pies al gato.

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