Miguel Ángel García » Chico curva 3
Miguel Ángel García
El chico de la curva
 
Miguel A. García
El chico de la curva
 
Capítulo 3
 
     Todo duró pocos segundos, pero ella vivió la escena como a cámara lenta. Primero vio una forma enorme, lo que hizo que se apartarse con celeridad hacia la cuneta, y luego se percató de que unos focos muy altos pasaban por su lado a cierta velocidad. Una violenta ráfaga la sacudió, confundiéndose con los ramalazos de la ventisca. Un camión de gran tonelaje había pasado a su lado, casi rozándola. Tenía uno de los faros fundido, así que el camionero llevaba encendidos los dos potentes reflectores que había instalado en la parte superior del gálibo del vehículo.
     El conductor, un hombre con cierta barriga y que debía estar ya cercano a la jubilación, había visto a Ana sólo unos instantes antes, a pesar de ir con las luces largas que iba manteniendo en todo el camino, pero, timorato por la visión de una mujer salida de ninguna parte, lejos de aminorar la marcha, acabó pisando más fuerte el acelerador. Había oído contar ciertas historias sobre apariciones ocurridas en esta carretera, y todo fue tan repentino que le entró un miedo atávico. Su subconsciente le decía que no corriera riesgos.
     Al mirar instintivamente a través del espejo retrovisor, vislumbró un débil resplandor amarillento en el lugar donde surgió la mujer, que se recortaba contra la copa de un gran árbol, y esta visión difusa confirmó sus sospechas de que aquello no era "normal".
     Ana se quedó mirando anonadada, sin reaccionar, cómo iban desapareciendo en la húmeda negrura aquellas dos luminarias rojizas de la trasera del vehículo. Por un soplo de tiempo, la muchacha pensó que se iba a detener, pues, durante un instante, el brillo bermejo de las luces aumentó, pero pronto desaparecieron en la espesura de la noche.
     La joven quedó consternada.
     —Pero, por qué no ha parado... Por qué no ha parado... Sé que me ha visto...
     Había dejado la puerta del coche abierta, y, maquinalmente, retornó a su interior, acurrucándose en su asiento. Una vez cerrada aquélla, se quedó mirando, impertérrita, como ausente, los matorrales situados en la hondonada que hacía las veces de cuneta, que sus propios faros seguían iluminando desde hacía más de una hora. Se lamentaba profundamente de su desolación.
     —Por qué no ha parado... —volvió a repetir, al mismo tiempo que no pudo evitar ponerse a llorar.
     La mente de Ana empezaba a estar un poco fuera de control. Le parecía estar viviendo otra realidad que no era la suya, como si fuese una mera espectadora de una vivencia ajena. Extraños pensamientos invadieron su interior, haciéndole entrever que otras realidades eran posibles.
     «¿Y si he tenido realmente un accidente? A lo mejor estoy inconsciente y esto no es más que una pesadilla...».
     La confusión de su subconsciente martirizado hizo que sus divagaciones fuesen a peor.
     «¡Dios mío! ¿Y si estoy muerta? ¿Y si me he muerto en el accidente? Por eso no me ha visto el camión..., ni tampoco el coche que pasó anteriormente... ¿Y si me he convertido en la chica de la curva? No paran porque me tienen miedo...».
     De repente, la mujer dejó de llorar. Con resolución, en voz alta, para darse fuerzas a sí misma, se dijo:
     —¡No, no, no! ¡Pero qué me pasa! ¿Qué estoy pensando? Estoy dentro del coche... No he tenido ningún accidente... Solamente me he quedado atascada... Tranquilízate... Aunque tenga que pasar toda la noche aquí, no pasa nada... Sólo tengo que resguardarme del frío... Solamente es una noche...
     Se volvió a acurrucar, tapándose lo mejor posible, muy cerca de la ventanilla, para así poder ver la luminosidad de un nuevo coche que pudiera venir. Y se mentalizó de que era probable que tuviera que pasar allí esta desangelada noche, en medio de la nada. Pasaría frío, mucho frío, pero saldría adelante. Sobre todo tenía que arreglárselas para no dormirse, eso era lo más importante.

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