Miguel Ángel García » Tentegorra 17
Miguel Ángel García
El Laberinto de Tentegorra
 
El Laberinto de Tentegorra
Miguel A. García

El Laberinto de Tentegorra
 
Capítulo 17
 
     Mientras se aproximaban los demás, Molina estuvo escudriñando con la linterna el interior de la oquedad, y, de repente, la vio. Estaba acurrucada en la parte más profunda, en un lugar a donde casi llegaba el agua durante la marea alta.
     —Estefanía... —susurró Molina.
     Al escuchar su nombre y ver la luz, la entumecida mujer se incorporó levemente.
     —Estefanía... Soy yo...
     —Daniel...
     —Cariño... Te vamos a sacar de aquí... ¿Estás bien? ¿Tienes alguna lesión?
     Ella sólo contestó:
     Lo siento...
     Con la máxima delicadeza, Molina la ayudó a levantarse, y, al comprobar que no presentaba lesiones aparentes, fue llevándola poco a poco hacia el exterior, donde estaban esperando los demás.
     —Daniel... ¿Cómo..., cómo me has encontrado?
     Éste se dio cuenta de que presentaba hipotermia.
     —Tú no te preocupes por nada, cariño... Vamos a salir de aquí y te llevaremos a un hospital...
     La mujer reconoció a Héctor y al inspector López, pero, de pronto, vio a alguien que, desde la penumbra, la estaba mirando fijamente, con los ojos muy abiertos.
     —¿Quién es? —preguntó.
     —Es Andrés —contestó Daniel—. Te hemos encontrado gracias a él...
     —Encantado... —dijo el primero con una voz algo timorata porque no salía de su pasmo. Esta mujer se parecía a la que vio en su sueño como dos gotas de agua.
     Allí estaba ella... A pesar de la distorsión onírica, la reconoció nada más verla. Y otra vez recreó toda la escena de esa noche de pesadilla, con el embozado pasando a su lado, bajo la escasa luminosidad de la Luna, después de haber enterrado bajo un puente sin rumbo lo que él creía que había sido un cuerpo. Y ahora, esta mujer estaba ahí, delante de sus narices, en carne y hueso, aunque sabía bien que era su hermana. Le pareció todo un tanto raro, porque también tenía al lado al encaperuzado que tanto miedo le dio en su sueño.
     De súbito, Estefanía miró a la lejanía, en dirección a las aguas. Todos siguieron su mirada, y lo único que percibieron fue el olor a algas, el olor a mar.
     Sin embargo Andrés no olía ni oía nada, porque se quedó obnubilado. Su mente no pudo por menos que quejarse con gran quebranto: «Otra vez... Está pasando otra vez... Pero ahora estoy despierto... ¿O no?».
     Lo que la mente de Andrés estaba viendo era el espectro de Raquel levitando sobre el agua, acercándose poco a poco a ellos, envuelta en una tenue luminosidad.
     Estefanía se esforzó para zafarse del abrazo de su marido, y éste la dejó hacer, aunque no comprendía sus intenciones. Ayudada por él, se acercó a la orilla y todos comprobaron el cambio que se produjo en su rostro. Denotaba una serenidad que Daniel no había visto desde que pasó el trágico accidente de coche.
     Una voz sonó en la consciencia de Estefanía, que se hizo eco también en el entendimiento de Daniel:
     —«No te atormentes, hermana. No tuviste culpa alguna... Estaba oscureciendo y no pudiste ver la gravilla que había en la carretera... Y yo no sujeté bien mi cinturón... Te quiero y te querré siempre... Debes vivir... Hazlo por mí... Estaré siempre a tu lado...».
     Poco después, el alma de Raquel miró a Andrés, que estaba contemplando toda la escena desde un poco más atrás, totalmente embelesado, y simplemente le dijo:
     —«Gracias...».
     Los otros componentes del grupo sabían que algo ocurría, pero no percibían nada.
     La visión se esfumó lentamente de sus conciencias, como si le diera pereza irse. Estefanía se volvió y abrazó fuertemente a Daniel mientras comenzaba a sollozar con fuerza, liberando así su carga interior.
     —Te quiero... —le dijo.
     —Yo también te quiero, cariño... —le correspondió Daniel.
     Una vez más calmada, Estefanía se acercó a Andrés mientras pensaba: «No sé quién eres, pero tú también la has visto... Debes ser alguien importante para ella...». Al llegar a su altura, le miró fijamente unos segundos, mientras él hacia un amago de sonrisa. Después, ante la sorpresa de todos, le dio un cálido abrazo, mientras le susurraba:
     —Gracias por encontrarme... Yo quería dejarme morir... Sé que ella te ha guiado hasta mí. Me habéis salvado... Pero ahora ansío vivir...
     Al atribulado hombre sólo se le ocurrió decir una simpleza:
     —En mi sueño, también vi que estaba con un perro grande...
     Ella se apartó un poco, algo sorprendida, y le dijo, con una gran sonrisa:
     —Sí... Tuvimos uno cuando éramos niñas. Se llamaba Kiss...
     Los demás no supieron de qué hablaron, pero cuando Daniel vio esa sonrisa en el rostro de su mujer no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Hacía mucho tiempo que echaba de menos sus risas.
     Después, ante el aturdimiento y la inacción momentánea de los demás, fue la propia Estefanía la que animó a todos para abandonar el lugar:
     —Vayámonos...
     Poco a poco fueron subiendo por el declive escarpado, ayudando a Estefanía paso a paso. Estaba muy débil, pues había pasado estos cinco días con una simple botella de agua, sólo en compañía de sus atormentados pensamientos. Era noche cerrada, pero sus corazones estaban diáfanos de luz. Para ellos estaba amaneciendo.

 
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