Miguel Ángel García » Tentegorra 16
Miguel Ángel García
El Laberinto de Tentegorra
 
El Laberinto de Tentegorra
Miguel A. García

El Laberinto de Tentegorra
 
Capítulo 16
 
     Durante el corto trayecto, nadie dijo nada. Tras un rato, Andrés entornó los ojos y reclinó la cabeza hacia arriba, tratando de comprender lo que le había ocurrido en los últimos días, pero su cómoda postura le duró poco, ya que, sin previo aviso, el coche dio un rápido giro que le hizo enderezarse para no chocar con Héctor. Acababan de dejar la carretera nacional y estaban circulando ahora por un camino de tierra que discurría por un pequeño valle. Andrés se dio cuenta entonces de que el terreno era bastante agreste.
     Al cabo de algunos minutos, aparcaron a su izquierda, nada más toparse con el poblado de El Gorguel.
     Salieron rápidamente del coche. El inspector López sopesó la idea de enseñar la foto de Estefanía a los lugareños, pero Molina le hizo ver que, si la hubiesen visto, habrían avisado ya, pues su imagen se hizo pública.
     Decidieron dividirse en dos grupos: Molina y Héctor explorarían la parte derecha de la playa más allá del canal de desagüe del torrente, y sus alrededores, incluyendo las lomas, y Andrés acompañaría al inspector López por la zona opuesta. Había prisa en realizar la búsqueda, pues quedaban menos de un par de horas para que anocheciera.
     Cada cual oteó y comprobó cualquier rincón que le pareciera sospechoso, pero, a pesar de las vueltas y revueltas que dieron en todas las direcciones, no vieron ningún lugar donde alguien pudiera ocultarse voluntariamente.
     En un momento dado, cuando ya el Sol estaba a punto de esconderse bajo el horizonte, el inspector López cambió impresiones con su colega Molina a través del walkie talkie:
     —¿Tenéis algo?
     —Nada... Es desesperante... ¿Y vosotros?
     —Tampoco nada... ¿Qué hacemos? No se me ocurre mirar en ningún sitio más. Y se va a hacer de noche haciendo puñetas...
     El aparato guardó silencio unos segundos, hasta que Molina tomó la decisión de no rendirse:
     —Seguiremos buscando aunque sea con linternas... Por aquí jugaban de pequeñas... Tengo la corazonada de que está aquí... Tiene que estar aquí... Echemos un vistazo otra vez...
     —De acuerdo... Mi dirigiré a... Pero, ¿qué hace ese loco? Se va a caer...
     —¿Qué pasa?
     —Es Andrés... Está justo en el borde del acantilado, mirando hacia el mar... Voy a ver...
     Al llegar a su lado, el inspector López le espetó:
     —¿Qué hace? ¿Quiere matarse?
     Andrés no contestó. Parecía ausente.
     —¿Qué le ocurre? No estará pensando que la mujer ha podido arrojarse al mar...
     —No... Está aquí... Y está viva.
     —¿Cómo lo sabe? —le preguntó el policía, sorprendido.
     —Es un presentimiento... Está muy cerca... No me diga cómo, pero sé que está aquí... Sin embargo, no logro vislumbrar dónde...
     —¿Aquí? ¿Por aquí? Pero si ya hemos mirado...
     Andrés le miró a los ojos y, con un semblante extrañamente serio, le dijo:
     —No hemos mirado en el acantilado...

 
 
     —¿Aquí abajo? Si sólo hay rocas hasta el mar...
    Andrés le sostuvo la mirada. El inspector no sabría decir si fue por la expresión de su cara o por las extrañas capacidades que parecía mostrar este hombre, pero el caso es que, como era prácticamente de noche, activó su walkie talkie mientras exclamaba:
     —¡Qué carajo! Voy a llamarles...
     Héctor y Molina llegaron jadeantes. El segundo preguntó, ansioso:
     —¿Tenéis algo?
     Yendo directamente al grano, el inspector López les espetó sin ambages:
     —Según Andrés, está ahí abajo, en algún lugar del acantilado...
     El aludido se sintió un poco incómodo, pues no estaba seguro de nada.
     —¿Ahí abajo? —se preguntaba Héctor, sorprendido, iluminando también la inclinada ladera con su linterna.
     —Pues bajemos... —propuso Molina, que estaba ya realmente desesperado.
     De día, el descenso por las rocas no tenía mayores dificultades, pero por la noche todos los gatos son pardos.
     —¡Tened cuidado, por Dios! —rogó el inspector López—. A ver si alguno vamos a parar al mar...
     Poco a poco, ayudándose del resplandor de sus luminarias, fueron bajando la escarpadura, que tenía una fuerte pendiente, hasta casi llegar al nivel del mar. Ante el desconcierto de todos, no vieron nada reseñable.
     De súbito, Molina sufrió un pequeño resbalón, y, al levantarse, vio cerca de él una oquedad por la que entraba el agua del mar.
     —¿Estás bien? —le preguntó Héctor.
     —¡Aquí! ¡Aquí! ¡Venid¡ —gritó  aquél—. Hay una especie de covacha...
 
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