Miguel Ángel García » Tentegorra 11
Miguel Ángel García
El Laberinto de Tentegorra
 
El Laberinto de Tentegorra
Miguel A. García

El Laberinto de Tentegorra
 
Capítulo 11
 
     Rondaban las cinco y media de la tarde cuando dos coches de la policía nacional aparcaban en la puerta principal que daba entrada al Laberinto de Tentegorra, franqueada por sendos leones. Previamente, el parque había sido cerrado al público.
     Mientras era trasladado al lugar, Andrés estuvo rememorando el viaje relámpago que hizo a ayer a Murcia desde Ciudad Real, localidad donde vivía. Se le hizo algo pesado, sobre todo porque su cabeza no paraba de darle vueltas en torno al surrealismo de lo que estaba haciendo. Nada tenía sentido y en más de una ocasión estuvo a punto de dar la vuelta para su casa. Sin embargo, aquí estaba ahora, a punto de entrar en el mismo escenario de sus pesadillas, rodeado de media docena de policías.
     Apeados de los vehículos, el inspector López le presentó a un colega:
     —Este es el inspector Molina. Nos acompañará en la búsqueda del sitio, junto con los demás agentes.
     —Bien... —asintió Andrés. Ninguno de los dos hizo amago de estrecharse la mano.
     Acto seguido, todos se pusieron en camino hacia el puente que estaba a poca distancia del torreón. Un guía les acompañaba, pues perderse en el laberinto era lo normal.
     Andrés sintió un escalofrío, pero no era por el frío que empezaba a hacerse notar. Toda su pesadilla se estaba agolpando en su memoria. Volvía a sentir todos los temores de aquel fantasmagórico sueño. Casi caminaba de puntillas.
     La maraña de caminos era bien conocida por el monitor, así que no tardaron en llegar a la pasarela elevada.
     —¿Dónde? —inquirió el inspector López mirando a Andrés con cierta ansiedad bien disimulada.
     El interpelado, vacilante, avanzó unos pasos y señaló un lugar concreto debajo del puente, rodeado de vegetación.
     El comisario hizo un gesto con la cabeza, y un par de policías se adelantaron con unas pequeñas palas. Se agacharon en el lugar indicado y comenzaron a escarbar con cuidado, quitando antes unas ramas rotas que estaban esparcidas por allí. No pasaron ni tres minutos cuando uno de ellos gritó, mientras ambos quitaban la tierra con meticulosidad:
     —¡Sí, inspectores! Aquí hay algo... Vengan...
     Todos se acercaron, excepto el comisario Molina, que se quedó custodiando a Andrés mientras le clavaba una mirada que hubiera podido atravesarle de parte a parte.
     Pasados unos minutos, ante la sorpresa de todos, un extraño objeto fue extraído de la tierra. Parecía una vasija de bronce, herméticamente cerrada, envuelta con un paño blanco.
     —Esto ha sido enterrado hace poco... —comentó uno de los agentes.
     Andrés estaba absolutamente perplejo. No era eso lo que esperaba que encontraran. Estaba convencido de que estaría el cuerpo de la mujer desaparecida.
     Todos se miraron entre sí, desconcertados.
     —¿Qué nos puede usted decir de esto? —le interrogó el comisario López.
     Andrés no sabía qué decir.
     —No habrá sido usted el que ha colocado eso ahí... ¿Por qué lo ha hecho?
     —No, les aseguro que yo no... Yo suponía que estaba...
     Los policías le miraron fijamente. Desde luego este hombre parecía sospechoso, aunque aún no sabían de qué.
     Andrés se agarró a una rama. Se sentía un poco mareado.
     —¿Está usted bien? —le preguntó uno de los agentes.
     —Sí... Estoy bien... Es que estoy muy confuso... No sé qué significa todo esto... Por favor, vayámonos ya de aquí antes de que oscurezca...
     —¿Tiene usted miedo de algo?
     No sabía si era miedo, pero algo de temor sí que sentía.
     —Inspector —dijo—, de una manera que no entiendo, mi sueño me ha traído hasta aquí. Yo creía que íbamos a encontrar el cuerpo de esa mujer desaparecida, pero ahora no sé qué pensar... Quizás esto no sea una casualidad...
     El oficial no le contestó, mirándole con cierto aire acusador, pero para sus adentros lo tenía muy claro: «Yo tampoco creo en las casualidades... Ni en sueños esotéricos...».
     De pronto fueron interrumpidos por uno de los policías que estaban examinando el recipiente:
     —Hemos abierto la vasija, señor. Dentro parece que hay cenizas...
     —¿Cenizas?
     Algo mohíno, el comisario miró un par de segundos a su colega, el inspector Molina, y después, dirigiéndose a Andrés, le dijo:
     —Bien. Dejaremos aquí un equipo forense... Usted va a tener que venir con nosotros a la comisaría. Tiene que explicarnos muchas cosas...
     «Lo suponía», pensó Andrés. «Sabía que esto iba a pasar... Pero qué otra cosa podía hacer...».
     El inspector Molina estuvo a punto de abalanzarse sobre Andrés y obligarle a confesar a base de golpes, pero se contuvo. Sólo de pensar que las cenizas de ese tarro pudieran ser las de su mujer, hacía que la sangre le hirviera, aunque algo le decía en su interior, tal vez un hálito de esperanza, que aquello no tenía mucho sentido.

 
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