Miguel Ángel García » Tentegorra 9
Miguel Ángel García
El Laberinto de Tentegorra
 
El Laberinto de Tentegorra
Miguel A. García

El Laberinto de Tentegorra
 
Capítulo 9
 
     Han pasado tres días.
     Hoy, como casi todos los miércoles, Andrés se encuentra sentado junto a unos cuantos compañeros de trabajo en un restaurante modesto, a la espera de que les sirviesen el menú pedido. Aunque él podría comer siempre en casa, otros colegas tenían que hacer un pequeño viaje diario para volver a su hogar, así que, o se traían la tartera o comían en el bar más cercano. Unos cuantos habían adquirido la costumbre de comer juntos, aunque viviesen en la misma ciudad en el que estaba su centro de trabajo, como era el caso de Andrés. Al fin y al cabo, él vivía sólo, y esta camaradería le agradaba.
     En un momento dado, una de las compañeras les comentó:
     —Esto es asqueroso. Es increíble la desfachatez con que actúan algunos...
     —Pero, ¿de qué hablas, Rosa? —le preguntó un compañero.
     —¿No os habéis enterado? Otro energúmeno ha debido de cargarse a su mujer, porque ésta ha desaparecido...
     —¿Que ha desaparecido? —repitió Silvia, sentada enfrente, deseosa de conocer más detalles.
     —Su marido ha denunciado su desaparición. Dice que estaba deprimida, y que no ha vuelto a dar señales de vida...
     —Eso cuenta él... Ya...
     —El cuento de siempre... —comentó Andrés.
     —Según él, se fue hace ya tres días, sin más. Se llevó el bolso, pero dejó el móvil.
     —Muy sospechoso... —afirmó Antonio.
     —Es lo que digo yo... —ratificó Rosa, abiertamente cabreada.
     —Ese tío le ha hecho algo —concluyó Silvia—. Si tú abandonas a tu marido porque es un capullo, irías con algún familiar...
     —Claro... Y no te dejarías el móvil —refrendó Andrés—. ¿Y qué dice la policía?
     —El marido es policía... —dijo Rosa.
     —¿Qué? —terció entonces Aurelio, sorprendido, que aún no había entrado en la conversación—. ¿Encima el marido es policía? Manda huevos...
     A Andrés la violencia de género le irritaba profundamente, y, en general, también todas las tropelías y agresiones que los matones de barrio infringían gratuitamente a los demás.
     Hacía rato que estaban degustando el primer plato. Casi todos habían pedido una especie de sopa con sabor a marisco. En alguna copa aparecía algo de vino blanco, aunque la mayoría tomaba agua.
     Al poco rato, la conversación se tornó más amable, versando sobre cuestiones personales y con asuntos relacionados con el trabajo. Cuando estaban dando ya buena cuenta del pescado que constituía el plato principal, se hizo un poco más el silencio. Al fondo de la estancia, una gran televisión estaba siempre funcionando, aunque nadie en el saloncito le hacia el menor caso.
     De repente, Rosa, saltando algo de su asiento, les conminó a todos a guardar silencio:
     —¡Callad, callad! Lo están diciendo por la tele...
     Todos se sorprendieron, porque nadie estaba hablando en esos momentos. Fue tal su énfasis que hasta se callaron de golpe los comensales de otras mesas cercanas para ver qué pasaba. Todos se quedaron quietos, a la expectativa y, comandados por Rosa, dirigieron sus miradas hacia el plasma colgado en la pared.
     Se trataba del comienzo del telediario y, en efecto, estaban contando como primicia la desaparición de una tal Estefanía, una mujer joven, de treinta y cinco años, que, según su marido, se había ido de casa sin dar ninguna explicación, aunque, según él, estaba sufriendo estos días una fuerte depresión. Según narraba el reportero, el marido, que era policía, estaba destrozado, ya que se sentía culpable por no haber atendido debidamente a su mujer.
     —Ya, ya... —comentó Silvia con sorna—. Será jeta el tío...
     —Ha sido en Murcia... —aclaró Aurelio, haciéndose eco de lo que decían en el noticiario.
     En ese momento pusieron en el televisor un retrato de la joven mujer desaparecida, solicitando la ayuda ciudadana.
     Entonces, Andrés se quedó pálido y se olvidó de respirar.
     De nuevo le pareció estar en aquel maldito dédalo de negros arbustos, bajo la tiranía de la mirada de la aguileña gárgola, al lado de ese puente que no conducía a sitio alguno. De golpe, todo volvió a su mente, recreando en un segundo la pesadilla que tuvo tres noches atrás. Porque aquella mujer joven sonriente que aparecía en la pantalla se parecía extraordinariamente a la que vio él en su sueño, con su tenue aurora luminosa, bajo la inútil pasarela perdida en aquel laberinto, donde él nunca había estado.
     —¿Te pasa algo, Andrés? —le interrogó Aurelio—. Estás blanco...
     —Es verdad... —corroboró Silvia—. ¿Te has mareado, o algo...?
     El aludido no contestó. Pasados unos segundos, les miró con gesto serio, y simplemente les dijo:
     —Tengo que irme...
     Y sin dar más explicaciones salió del bar como alma que lleva el diablo. Todos se miraron sin reaccionar.
     —¿Qué le ha pasado? —preguntó Rosa— ¿Qué mosca le ha picado?
     Nadie tenía una respuesta. Entonces Antonio sacó su móvil mientras anunciaba:
     —Voy a llamarle...
     Al cuarto tono, Antonio levantó las cejas, dando a entender que su compañero estaba contestando. Los demás le observaban en silencio, algo preocupados. A los pocos momentos, les comunicó:
     —Me ha dicho que estemos tranquilos, que está bien. Pero que no vendrá a la oficina en un par de días... Y ha colgado... No me ha dejado decir ni pío...
     Todos se quedaron estupefactos por el extraño comportamiento de su compañero.
 
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