Miguel Ángel García » Tentegorra 6
Miguel Ángel García
El Laberinto de Tentegorra
 
El Laberinto de Tentegorra
Miguel A. García

El Laberinto de Tentegorra
 
Capítulo 6
 
     Cuando quiso darse cuenta, pasaban ya las doce de la mañana. Había tomado un café sólo, caliente y sin endulzar, como era su costumbre, pero no le terminó de gustar demasiado. Se encontraba sólo regular, así que decidió que no iba a hacer nada en todo el santo día. Iría a comprar el periódico para leerlo tranquilamente en su cafetería de siempre, y, a la hora de comer, pediría cualquier tapa suave que su maltratado cuerpo admitiera. Después vendría una larga siesta viendo las películas de la tele.
     —Un plan perfecto para hoy... —pensó Andrés.
     Ya con la prensa en la mano, entró en su cafetería habitual cercana a su casa. Como entraba el Sol por las cristaleras, procuró sentarse en una mesa al resguardo de sus rayos deslumbradores, pues sus ojos no lo soportaban bien. Pidió un café sólo largo, pero esta vez no desdeñó un azucarillo.
     La televisión del bar estaba funcionando a buen volumen, pero eso a él no le molestaba demasiado. Tras echar un ligero sorbito de su ardiente tisana, se enfrascó en leer el periódico.
     La verdad es que esta tarea no le llevaría mucho tiempo. Solía echar un vistazo a todas las noticias, pero pocas veces se entretenía en leerlas con detenimiento; salvo excepciones, le aburría la letra pequeña. Otra cosa era la página de entretenimientos. Le gustaba hacer los crucigramas y "autodefinidos", pero su gran pasión era los sudokus, sobre todo los gigantes; podía pasarse horas enteras hasta que los resolvía. Y a ello se dispuso, con gran placer, cuando aún le quedaba un poco de café en el vaso.
     Poco le importaba que la tele siguiera haciendo ruido, aunque se percató de que habían puesto una cadena que estaba transmitiendo un programa de turismo por España. Los documentales sobre viajes sí que le gustaban; solía verlos siempre que no hubiera algo mejor. Y, desde luego, ahora tenía algo mucho mejor: el sudoku gigante del domingo. Eso sí, había un par de mocosos alborotando en la mesa de al lado que con gusto los hubiera mandado a jugar a la calle.
     Procuró centrarse en las matemáticas. Intuyó enseguida los primeros números y se regocijó al creer que iba a resolver el rompecabezas numérico sin muchas dificultades.
     En estos momentos estaba enfrascado en un dígito rebelde cuando el crío más pequeño, señalando con el dedo índice y el brazo extendido, gritó:
     —¡Mira, Bea! ¡Mira! ¡Es el castillo! Es el castillo de la princesa Rapunzel...
     Su hermana le siguió la corriente, mirando la televisión.
     —¡Pero qué tonto eres! Eso no se parece en nada a la torre de Rapunzel...
     —¡Que sí! ¡Que te digo yo que sí!
     —¿Y cómo bajó la princesa? —rebatió la hermana mayor—. ¿No ves que tiene escaleras...?
     —Pero...
     Andrés estaba harto. Toda esta disquisición entre los niños se había producido a grito pelado, casi al lado de su oreja, así que éste, por pura inercia, levantó momentáneamente los ojos de la cuadrícula hacia la dichosa tele.
     Y en ese mismo instante se quedó pasmado, ausente, estupefacto...
     Por unos instantes le pareció estar fuera de la realidad, porque allí, allí mismo, en el plasma, estaba contemplando la supuesta torre que el niño defendía que era la de Ranpunzel. Mas el crío se equivocaba. Andrés no sabía quién era esa tal Ranpunzel, pero aquella torre era la "suya"... Estaba contemplando el torreón grotesco de sus pesadillas, con sus estrafalarias escaleras exteriores de caracol y la gárgola que, con sus alas plegadas según pudo ver, parecía que seguía mirándole fijamente.
     No podía apartar la mirada. Por unos segundos su subconsciente volvió a recrear toda la angustia que había sentido durante aquel sueño.
     Nadie se fijó en su cara, pero si lo hubieran hecho le habrían visto con la boca a medio abrir y los ojos abiertos como platos, con la expresión de quien acaba de toparse con un alienígena.
     Enseguida se dirigió a los dos hermanos revoltosos y, mirando a la muchacha, les preguntó con premura:
     —¿Quién es esa Ranpunzel?
     Ambos le miraron como si aquel hombre fuese tonto.
 
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