Miguel Ángel García » Tentegorra 5
Miguel Ángel García
El Laberinto de Tentegorra
 
El Laberinto de Tentegorra
Miguel A. García

El Laberinto de Tentegorra
 
Capítulo 5
 
     Meditando aún sobre su inesperada invisibilidad, al seguir con la mirada la marcha del desconocido, no pudo evitar dar un respingo al ver de repente, detrás de él, a un gran perro de pelaje marrón que le miraba fijamente.

     Tuvo un miedo instintivo, y retrocedió un par de pasos, al mismo tiempo que el animal se iba aproximando lentamente hacia él. Pero pronto se percató de que el cánido miraba a su través interesándose en otra cosa que estaba más allá de su persona. Giró la cabeza, y entonces la vio.
Bajo el puente, en lugar donde antes había estado el hombre de la pala enterrando algo, contempló a una mujer relativamente joven, vestida con una especie de camisón blanco, que resplandecía bajo el mágico influjo de la Luna.

     Aunque el conjunto de la visión era algo difuso, vio nítidamente su rostro, y comprobó, con temor, que le estaba mirando, mientras extendía sus brazos hacia él.
     Andrés se estremeció, e intentó dar unos amedrentados pasos hacia atrás, al mismo tiempo que el perro pasaba a su lado, aparentemente sin hacerle mucho caso. La mujer se agachó lentamente, y entonces se dio cuenta de que el objetivo de su mirada no era él, sino que se dirigía hacia aquel chucho, el cual se fue acercando hacia ella con cierta parsimonia, meneando ligeramente el rabo. Finalmente, ambos se fundieron en un abrazo.
     Poco después, de repente, ambos se volvieron y le miraron sin ambages, como si, inopinadamente, se hubieran dado cuenta de su presencia. Se sintió entonces muy cohibido y con bastante resquemor. Sin embargo, en medio de su zozobra, pudo darse cuenta de que aquel espectro, y su acompañante animal, no parecían querer asustarle. Aunque su rostro era inexpresivo, le dio la impresión de que quería decirle algo, aunque no pudo escuchar nada.
     La aparición entonces comenzó a moverse lentamente hacia él, seguida del perro.
     Esto ya fue demasiado.
     Asustado, retrocedió torpemente, y tropezó, cayéndose al suelo. Pero su desplome parecía no tener fin; le dio la sensación de que el suelo firme había desaparecido, y de que, bajo él, se abría una sima de incierto final.
     Su subconsciente atávico no pudo soportarlo más, y se despertó, agitado, empapado en sudor.
 
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