Miguel Ángel García » Tentegorra 4
Miguel Ángel García
El Laberinto de Tentegorra
 
El Laberinto de Tentegorra
Miguel A. García

El Laberinto de Tentegorra
 
Capítulo 4
 
     Sintió el impulso de ir por uno de los dos corredores que se abrían formando un ángulo recto casi perfecto. Caminó vacilante bajo la pálida aurora selenita, escudriñando posibles bifurcaciones. Seguía buscando una salida de aquel sofocante lugar...
     De repente, le pareció oír más adelante, hacia su izquierda, como un ruido de ramas, como si un animal hollara entre el follaje. Se sintió inquieto... No tenía ningún tipo de arma para defenderse, ni siquiera una mísera navajita... Muy poco a poco, siguió caminando.
     El sendero se abrió tras una curva y, de pronto, levantando la vista, vio algo bajo la pálida luz de la Luna que le dejó pasmado. ¿Qué demonios era aquello?

     Parecía una especie de castillo, pero su forma era muy extraña: vio como un gran torreón pétreo, que le pareció alto, muy alto, coronado por una almenada, en el que se adivinaba algún ventanuco. Le dio la impresión de que estaba construido con sillares enormes, perfectamente labrados.
     Pero lo que realmente le llamaba la atención era esa escalera gigantesca que lo rodeaba por fuera, como en espiral, desde el suelo hasta arriba, en un equilibrio ilógico. Parecía más grande que la propia torre.
     El cerebro de Andrés, en su ensueño, dictaminó que el conjunto era grotesco, como si fuese la escultura de un enfermo atormentado.

     Al acercarse, se fijó un poco más, y se percató, con sorpresa y bastante susto, que una figura, desde lo alto, le observaba. Por puro reflejo, dio un paso atrás, quedándose a la expectativa. Sin embargo, pasado el primer sobresalto, pronto se dio cuenta de que la silueta también se había convertido en piedra: parecía una gran gárgola, que, desde su atalaya, dominaba y vigilaba, oteando su territorio. No podía verla bien, y menos su rostro, pero juraría que le estaba mirando fijamente.
     Debajo de la figura, perdida en la maraña de la titánica escalera de caracol, le pareció vislumbrar un gran portalón, enmarcado en un círculo de piedra.
     Ensimismado, volvió a oír ciertos ruidos, muy cerca de él, quizás al otro lado de los matorrales que tenía a su izquierda. Al volver la cabeza, se llevó otra sorpresa al divisar una estructura que aparentaba ser una especie de puente flotante. Era sencillo, hecho como de metal, y le pareció también grotescamente grande... «Pero, ¿dónde rayos estoy...?», le dijo su subconsciente en la vorágine del sueño.


     Gracias a la tenue claridad que le regalaba la Luna, la cual tenía a sus espaldas, pudo ver, de repente, con cierta alarma, a un hombre agachado, embozado con un chubasquero, que, con bastantes prisas, parecía que estaba enterrando algo entre la espesura existente debajo del puente, con la ayuda de una pequeña pala. El durmiente, en su alucinación, se quedó quieto, a la defensiva, sin saber qué hacer.
     De pronto, el personaje de la pala enderezó su cabeza y comenzó a atisbar en derredor, como si hubiese notado algo. Se levantó de golpe, y siguió mirando. «Seguro que me ha oído...», pensó Andrés en su sueño. Por unos momentos estuvo a punto de echar a correr, pero «¿hacia dónde, hacia dónde...? No sé dónde estoy ni cómo salir de aquí...».
     El hombre del impermeable, con la pala en la mano, dio unos pasos hacia él, como si le hubiera visto. A Andrés se le aceleró su corazón onírico, a la par que el real.
     Sin embargo, el enigmático personaje enseguida volvió la cabeza y regresó a su lugar anterior, bajo el puente, y empezó a dar pequeños golpes con la pala en la tierra, como intentando apelmazarla. Después, con las manos, recogió varios puñados de la arcilla del sendero y la espolvoreó con cuidado por encima de donde había estado dando los golpes. Acto seguido, rompió unas ramitas de la abundante vegetación y las esparció por el lugar.
     Permaneció inmóvil unos instantes, como examinando el resultado de sus trabajos. Luego, ya satisfecho, decidió irse con paso firme, pala en mano, justamente hacia donde estaba la subliminal y temerosa subconsciencia de Andrés, que seguía anonadado contemplando toda escena.
     Al ver que se dirigía hacia él, le dio un vuelco el corazón, sobre todo cuando, durante unos breves instantes, vio claramente su rostro a plena luz de la Luna, a pesar de la capucha que cubría su cabeza. Parecía un hombre más bien joven, con una expresión en su cara que denotaba una gran tristeza. Sin darle tiempo a reaccionar, pasó a su lado, como si no le hubiera visto. "Cómo es posible... Tiene que haberme visto...", se extrañó Andrés.
 
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